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cuchillo sin filo

Francisco Correal

Por la playa con Sazatornil

PASEOS por la playa. Es el título que le pondría a la película. Mi abuelo Andrés murió el día de Navidad de 1996 con un puro en la comisura de los labios y reciente la copita de aguardiente que se tomó en casa de mi tío Blas, el único de sus hijos varones, el único que le acompañaría años más tarde a los dominios de Caronte. Le viven sus siete hijas, desde la mayor, Maruja, mi madre, que nació en 1933, en plena República, hasta la pequeña, Encarni, en 1952, epílogos de la posguerra, cuya jubilosa jubilación nos ha reunido en Almagro a veinte de los veintitrés nietos de mi abuelo Andrés. El legado compartido con mi abuela Carmen, manchega de Calzada de Calatrava, el pueblo de Pedro Almodóvar, que no sería mal timonel para dirigir estos paseos por la playa.

Mis abuelos eran gente mesetaria que encontraron el paraíso en el litoral. El primero fue Sanlúcar de Barrameda, aunque por paisanaje cervantino de este sancho consorte les cuadraba mejor la desembocadura del Guadiana que la del Guadalquivir. Ahí tuvo mucho que ver la mediación de mi tía Encarni, andaluza adoptiva que les descubrió el Campo de Agramante. El segundo paraíso fue la playa de los Alcázares. La tierra prometida de mi tía Pradito, una ninette manchega que encontró un señor de Murcia. Sólo la visité una vez, pero nunca la olvidé: fui a la jura de bandera de mi hermano Juan en la base de paracaidistas de Alcantarilla y en el autobús dieron la noticia del asesinato de John Lennon en la puerta de su casa de Nueva York. En la cumbre de sobrinos, mi primo Enrique me contó que en verano nuestro abuelo Andrés hizo muy buena amistad en la playa con Saza, el genial actor José Sazatornil, que también veraneaba por allí. Imagino el trabalenguas del actor que trabajó con Berlanga en La escopeta Nacional y el cordobés que muy joven trabajó de panadero en Berlanga, provincia de Badajoz.

Réplica de la broma que contaba el cineasta de las recepciones en las que Edgar Neville se presentaba como marqués de Berlanga, su abolengo, y Berlanga como conde de Neville. A mis abuelos, marqueses de Calzada de Calatrava, los llevé un día a ver Moros y Cristianos, la película turronera de Berlanga. Se casaron en 1932 y su prole se extendió de la República a la posguerra. Son mi espejo contra esta pandemia que está cebándose, especialmente, contra unos abuelos que hicieron los deberes y ahora los mandan a unos sutiles campos de trabajo como factura de la conciliación laboral. La última vez que los vi juntos -mi abuela se fue un año antes- fue en la escalera mecánicade Santa Justa. Poco antes de llegar el tren, terminé de leer el relato de Álvaro Mutis Un bel morir. Y allí iban, cogidos de la mano, en su Qué bello es vivir.

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