Opinión

Ignacio F. Garmendia / Crítico Literario

Una poética de la transgresión

Nuestro cónsul en Madrid, lo llamaba Carlos Barral, que contó en sus memorias cómo la noche en que lo conocieron se quedaron todos pensando si no sería un agente a sueldo del régimen. Por entonces el todavía "barbinegro poeta asturiano" trabajaba en la Administración, como Juan García Hortelano, otro de los integrantes madrileños del grupo, con el que compartió lecturas, confidencias y disidencias en innumerables veladas alcohólicas. Sus amigos contarán hoy que era no sólo un gran poeta, sino un hombre en el buen sentido de la palabra bueno, para acogernos a la famosa definición de otro poeta, muy querido por él, al que dedicó páginas esclarecedoras. Aunque licenciado en Derecho, de joven había ejercido de maestro en los montes de León, y ya en su madurez enseñó literatura española en varias universidades de los Estados Unidos, donde fijó su residencia. Los estudiosos suelen dividir su trayectoria poética en tres etapas, una primera más abiertamente social (aunque la conciencia crítica no le abandonó nunca) y de marcado corte existencialista, caracterizada por la insatisfacción respecto al mundo y las tristísimas circunstancias de la noche española, a menudo reflejadas en clave de parodia; una segunda en la que el componente lúdico, hasta entonces dosificado, estalla en una vivísima algarabía de procedimientos (aquí está ya el maestro de la ironía) no menos incisivos y tanto más eficaces en su propósito impugnador de la norma, combatida con todas las variantes posibles del humor al sarcasmo; y una tercera y última, ya en el invierno de la edad, en la que el poeta se refugia en la meditación elegíaca, de la que sería excelente muestra su última entrega publicada, Otoños y otras luces, un hermosísimo poemario crepuscular donde rendía homenaje a su amigo Claudio Rodríguez, otro de los grandes del medio siglo. Luis García Jambrina ha hablado de la profunda unidad de un itinerario que pese a sus evoluciones puede ser cifrado en lo que él llama una "poética de la transgresión", y es verdad que la voluntad inconformista, no incompatible con pasajes de alta densidad lírica, atraviesa todos sus versos. Descreído y lúcido, a ratos amargo, a ratos bienhumorado. Poeta del amor y de la música, la música ante todo. Ángel González o la poesía hecha carne, palabra viva, palabra apegada a la vida.

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