Uno de los pasatiempos favoritos de los politólogos consiste en predecir el futuro de las sociedades políticas rebuscando en los cajones de la economía, la sociología, psicología o antropología. Como el factor humano es complejo e impredecible, sus análisis son como los del Chamán que mira las tripas del animal sacrificado para pronosticar qué va a pasar mañana. Aciertan los años bisiestos. El fenómeno Trump- un tipo desagradable- es el producto del hartazgo de una mayoría silenciosa que se cansó del buenismo. Ahí está la cuna del liberalismo moderno poniendo aranceles y combatiendo como en la era Reagan, la cultura cool de la universidad americana, madre de todas las tonterías imaginables que en Europa compramos con desparpajo desde finales de los sesenta. En España, los portavoces de la sandez más extrema que pierde vigencia con la ocurrencia del día siguiente, son los que defienden el feminismo heterofóbico, las que reclaman poder llegar borrachas y solas, los gurús de la hemorragia identitaria o los que nos dividen en razón al género. Todo importado. No puedo predecir qué pasará mañana, pero sí imaginarlo. No es tiempo de populismos como nos venden tirios y troyanos, sino que con la centralidad y las buenas intenciones no se combate la estupidez. Vestir de extremismo lo que se combate desde el sentido común es servido por el marxismo de siempre como el peor azote fascista de la historia. No se engañen, la mercancía averiada les dejará de funcionar; cada vez más gente cree que es mejor refugiarse en quien no afirma una cosa y su contraria, a quien pueden entender y no aspiran más que a la normalidad huyendo del esperpento de estos tiempos confusos. Ningún disfraz de extremismo podrá apagar el fuego de los que claman cordura. Es momento de aparcar complejos y defendernos de estos redentores de la nada.

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