La tensión más evidente a la que se han enfrentado las organizaciones políticas en las últimas décadas ha consistido en la obligada elección entre ideología y pragmatismo. La batalla la viene ganando este último, aunque con diferente estrategia según la filiación del partido de turno. Cuando la izquierda abandonó la lucha de clases del marxismo fracasado, se apropió de otras banderas con mucha eficacia: el género, el clima, la cultura, la memoria, la diversidad y el multiculturalismo. La derecha tecnócrata y aburrida, solo se ocupó de la economía y la gestión de los recursos públicos, dejando tirados a las víctimas del terrorismo, a los que no pueden estudiar en español en su país, a los catalanes que se sienten aun españoles, que son mayoría, y dio por perdida la batalla de la superioridad moral y cultural con la que la izquierda progresista nos despierta cada mañana. El centro derecha de Rajoy abandonó todos los principios clásicos de su base electoral, y dejó huérfanos a conservadores, liberales y democristianos, que se han quedado en casa o han emigrado a otras formaciones políticas. Al final, perdió los principios y el poder. Le debemos eso sí, que no utilizara el dedo para nombrar sucesor. Este alarde de democracia que son las primarias da pavor al aparato del partido, que se ha asegurado que voten los menos posibles para dejar al "establishment" a salvo. La marea los lleva a unas primarias, pero maldita la gracia que les hace. Al margen de nombres, la desigual lucha que se libra es seguir en la nada de los principios para intentar un nuevo asalto al poder, o volver a congraciarse con una base social que se identifica con un proyecto nacional reformista y liberal. Poca cosa. Si gana el aparato, esto es, el pragmatismo sin principios, el invierno de la demagogia progresista se nos va a hacer eterna.

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