Daba mucho miedo. En la película de Ibáñez Serrador a la que hoy le he robado el título, los que sembraban el pánico no eran los personajes típicos del cine de terror. Eran niños normales en apariencia que ni aullaban cuando había luna llena ni bebían sangre en un tazón con cereales. Tenían carita de ángel, jugaban como los demás, pero eso no les impedía poner la carne de gallina al espectador. Más bien ahí estaba la clave del suspense. En las caritas de ángel que ponían al hacer de las suyas.

El independentismo catalán también tiene algo de angelical. Si nos olvidamos por un rato de los salvajes de la piromanía urbana y de toda esa jauría de violadores con autorización oficial que se han adueñado de las calles de Barcelona, la cara que ofrece la causa, por troglodita que sea, resulta adorable. En sus pancartas piden libertad y justicia, que son proclamas tan maravillosas que valdrían lo mismo para Churchill que para Bambi.

Los independentistas, cuando no van encapuchados, sonríen como si se dirigieran a un campamento scout y traen su propia democracia como quien trae una tarta de cumpleaños con la que podríamos pedir deseos soplando las velas muy fuerte y cogiéndonos todos de la mano mientras entonamos esas canciones tan bonitas que se llaman himnos.

Pero no me los incordien, por favor, que detrás de tanta ternura también puede estallar la rabieta del niño gordo y mimado: el que patalea y se desgañita cuando le dicen que tiene que compartir sus juguetes con los demás niños, que son feos y sucios.

Como al resto de los críos, a los independentistas les encanta que les cuenten un cuento antes de soñar con sus columpios y sus esteladas. Y si es posible, que les cuenten siempre el mismo. Pero también se asustan y se meten debajo de las sábanas cuando les hablan del estado opresor, que es como el coco pero con acento de fuera.

Ahora bien, ¿acaso se aplica la ley antiterrorista a los ositos de peluche? ¿Se puede detener a una niña por saltar a la comba? Entonces, ¿por qué no les dejan a ellos jugar con sus amiguitos a cortar carreteras? ¿Por qué los hombres malos quieren pegarles en el culo si se les ocurre demostrar lo bonita que es la libertad rompiendo escaparates o impidiendo que despeguen los aviones?

Soñar con esa tienda de chucherías en la que se convertirá Cataluña (una vez que expulsen a escobazos al ejército de brujas horribles y de ogros fascistas que la ocupan ahora) es un derecho que tiene todo ciudadano. A ningún adulto hay que impedirle que disfrute jugando a las cocinitas. Por tanto, no hay ningún delito en aspirar a que algún día la policía, en ese país mágico y de colores, reparta palos, pero de caramelo, y arroje confeti a los manifestantes, pues Cataluña será al fin un carrusel de caballitos con derecho a decidir.

Así que vamos a hablar bajito, que tras una semana como llevan sin parar, estarán los pobres míos rendidos de tanto hacer travesuras. Y apaguémosles la luz, que se hace tarde.

No me digan que no es para comérselos.

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