Por un instante acaricié la dulce ensoñación de un Felipe VI agrio, que diese un puñetazo en la mesa o un zapatazo en el suelo o un portazo en las narices. Que no recibiese, vaya, a aquéllos que le ningunean o le llaman ciudadano Borbón, como si estuviésemos en un cásting para Historia para dos ciudades. Que no admitiese sumas en que entren grupos que no van a verle y que, por tanto, no pudiese encargar a nadie formar gobierno. Um, pensaba, ¡qué maravilla que el Rey tuviese un gesto de ácido hartazgo! Pero enseguida se me ha aparecido un hosco Oscar Wilde que me ha recordado al oído: «La educación es lo primero que se pierde cuando no se tiene». O sea, que el que pierde la educación en un ataque de nervios no tenía lo que dice haber perdido, porque tenerla sirve, precisamente, para no perderla.

Ya convencido, he descubierto un placer más sutil. Lo mejor que podría haber hecho Felipe VI para dar su merecido a los que juegan con socavar la institución es lo que ha hecho. Mantenerse impertérrito. Su Serenísima, según se dice.

Pasa igual que con el español, nuestro idioma de ambos hemisferios, que ante los nacionalistas es mejor llamar sólo «castellano», para recordarles que el catalán, el bable, el vascuence y el gallego, entre otros, también son españoles, y bien bonitos para quien los sabe. El rey, recibiendo a todos, es el rey de los españoles.

Pero además adquiere un valor simbólico, porque representa a las instituciones, a todas, siendo, como es, la más alta institución del Estado. Su ejemplo está llamado a caer en cascada. Ante las curvas políticas que se avecinan, nada nos hará tanta falta como unas instituciones imperturbables, serenas, que sigan cumpliendo su papel, haciendo oídos sordos a los cantos de sirena (que las adulen) y al ulular de las sirenas (que las alarmarán). Necesitamos oídos sordos.

Su Majestad recibiendo con extrema corrección a todo quisqui muestra como la nación no pierde los nervios en sus horas más inquietas. Y quien guarda la calma, guarda su alma. Cuando nadie esperaba nada de la ronda de consultas, que ya había sido puenteada por un ansioso Sánchez y un taimado Iglesias, el Rey se ha sacado de la manga una nueva función constitucional de ese rito. La demostración de la solidez de la Casa Real y, por tanto, del país que representa. De todas las rondas que llevamos vistas, ésta (que habían querido vaciar) ha sido la más trascendente.

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