El confinamiento en nuestras casas por el coronavirus nos está devolviendo poco a poco a la realidad. Vivíamos en un mundo paralelo lleno de filtros que nos impedían ver el día a día de nuestra vida. Vidas que se han perdido a lo largo de los años entretenidas en cuestiones superfluas, mientras lo verdaderamente importante se nos escapaba de las manos. Estábamos en un mundo que había olvidado el regalo tan maravilloso que Dios nos hace a cada uno de nosotros, la vida. Tan completa y llena de pequeños detalles maravillosos que ahora, en casa, vienen a la cabeza como si fuera un goteo de anhelo y añoranza. Una nueva rutina se ha apoderado de nosotros dejándonos tiempo para pensar. Y para echar de menos. Para poner en valor todo lo que hacemos en cada momento. Y lo que hacen por ti. Que ha servido para romper con todo lo anterior y sacar lo mejor de nosotros mismos. Quedándonos en casa o dándonos a los demás. Unos han retomado las relaciones familiares. Otros echan de menos cada minuto de desaprovechamiento hasta el momento y otros se juegan la vida para proteger las del resto. Hemos redescubierto la vídeo-llamada, una herramienta eficaz para sentir el calor del prójimo. Insuflamos de energía a tantos que se empeñan por salvar vidas en cada aplauso a las ocho de la tarde. Y también rezamos. Por los que se han ido. Porque los que luchan. Por la recuperación económica. Y por el cese de esta pandemia que está sacudiendo al mundo. La crisis del COVID-19 está sacando lo mejor de las personas en un momento agónico donde se están perdiendo los empleos, muere mucha gente cada día y la sanidad española vive exhausta las 24 h. Y con todo esto, seguimos intentando sacar una sonrisa para salir adelante. Se nos cierra la puerta del mundo tal y como lo conocemos, pero no podemos olvidar que Dios siempre abre una ventana.

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