En medio del avance del coronavirus, situación que parece sacada de una película de ciencia ficción al más puro estilo de Hollywood, me he refugiado en las líneas del escritor estadounidense Kent Haruf, autor de seis novelas, tres de las cuales forman una trilogía que tiene como fondo un pueblo imaginario enclavado cerca de Denver.

Su estilo sencillo es como las llanuras que describe en sus obras. En medio de ellas cobran vida personajes retratados en blanco y negro que son protagonistas de historias que sin su pluma no solo pasarían desapercibidas sino que caerían en el olvido.

Su prosa teje figuras que hacen viajar al lector a extensos sembradíos de trigo y de maíz donde las cosechadoras trabajan con los faros encendidos entre nubes de polvo que transportan el olor a paja y tierra. Los coches transitan por largas carreteras rectas donde las cunetas con grava alojan hierbajos que aportan a cada escena un olor característico.

Describe un pueblo donde al apagarse la luz del cielo se encienden las farolas de la calle formando charcos de luz donde una niñita en bicicleta va de un charco a otro mientras recorre Main Street.

Toca con delicadeza la agonía de un hombre que antes de irse necesita volver a ver todos los lugares que le fueron familiares durante su existencia porque solo así puede resolver los asuntos pendientes y marcharse en paz.

Las mujeres de sus novelas no reniegan de serlo ni tienen la necesidad de reivindicar nada. Están enamoradas de sus recuerdos y se desenvuelven entre los cuidados a la familia, el amor, los sueños que no lograron y la enorme capacidad de seguir con sus vidas encontrando la felicidad en un buen guiso, en un día de verano al lado de una alberca de granja, en una charla en la cocina o en una siesta bajo la sombra moteada de un árbol que se mece con la brisa del mediodía.

Son personajes que nos llevan de la mano a un mundo casi perdido donde se asume con simplicidad que el secreto para vivir bien consiste en apechugar con alguna infelicidad.

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