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FRENTE a la oleada de actos vandálicos masivos que desde hace ya cuatro días se repiten en casi todos los distritos de Londres, y que han tenido réplicas de mayor o menor intensidad hasta en cinco capitales más del Reino Unido, miles de londinenses empezaron ayer a organizarse de forma autónoma -a través de las redes sociales- para, haciendo caso omiso a las autoridades, que les pedían que "se quedaran en sus casas y controlaran a su hijos", empezar a limpiar por su cuenta las calles devastadas tras los violentos enfrentamientos entre la Policía y los grupos de manifestantes. Estos ciudadanos empuñaron ayer sus escobas para reivindicar que las calles son suyas y adecentar muchos de los barrios afectados por los disturbios, lo que constituye un ejemplo de civismo admirable, ya que pretenden recuperar la normalidad necesaria para poder seguir conviviendo en vecindarios con importantes problemas sociales y económicos. El gesto es doblemente trascendente si se tiene en cuenta que la mayoría de los políticos -empezando por David Cameron y siguiendo por el alcalde de Londres, Boris Johnson, que ayer se hizo fotos con una escoba en la mano en un vano intento de apropiarse de la iniciativa- han tardado demasiado en reaccionar ante la oleada de vandalismo que atemoriza a la capital británica. Los políticos ni siquiera fueron capaces -aparentemente hasta ayer- de movilizar a más agentes de Policía para patrullar las calles y restablecer el orden público. El primer ministro británico calificó ayer los disturbios como un mero episodio de delincuencia y anunció que atajará la crisis con más efectivos de seguridad. Siendo necesarios, lo cierto es que esta lectura de la situación parece demasiado simple: en ninguna sociedad se produce una revuelta de tal intensidad simplemente por gamberrismo. Las causas de la revuelta británica son múltiples. Y su solución no es sencilla. Hay que garantizar el orden público de forma urgente. Pero reducirlo todo a una mera cuestión policial es no querer ver la realidad. O ser ciego.

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