A saber en qué estaría pensando. Cuando Perrault se sentó a escribir la historia de Caperucita no tuvo otra ocurrencia que ponerla a hacer mandados, a atravesar el bosque sin la compañía de un adulto -y en horas a las que hoy tendría que estar asistiendo a clase-, en un cuento brutal que, aparte de ignorar los derechos del menor, tampoco es que fomentara la conciencia ecologista. Y no vale aquí como excusa la época en la que fue escrita, porque en el siglo XVII quizás no se denunciaran muchos casos de explotación infantil, pero por entonces las alimañas sí que eran ya una amenaza, y el autor no tiene miramiento alguno a la hora de poner en juego la vida de Caperucita con tal de sacar tajada y de hacer negocio con las ilusiones infantiles.

Tampoco es un caso aislado. La literatura está llena de ejemplos vergonzosos en los que -con la excusa fácil de que sólo se trata de ficción- se aprovecha para contar cosas intolerables. Guillermo Tell, por ejemplo, con sus singulares prácticas de tiro, no solo estaba haciendo apología del uso de armas, sino que estaba poniendo en grave riesgo la integridad física de su hijo. Pues aunque cueste creerlo, el libro se sigue editando como si nada.

¿Y qué decir de Hansel y Gretel? ¿Hay algún comunicado de la Organización Mundial de la Salud exigiendo que prohíban ese relato donde los hermanos, en vez de explicar las ventajas de una dieta equilibrada, se dedican a hincarle el diente a una casa de chocolate, con lo que engordará eso?

Oscar Wilde, que se tiene por escritor valiente, escribía cuentos protagonizados por príncipes felices, por infantas ilusionadas y reyes rozagantes, sin caer en la cuenta de que a lo mejor estaba perpetuando unas estructuras de poder incompatibles con una sociedad mínimamente igualitaria.

Por tanto, hay que aplaudir la labor de asociaciones como esa que en Cataluña ha conseguido que retiren de la biblioteca del colegio La Bella Durmiente y Blancanieves, por tratarse de lecturas tóxicas que deberían mantenerse fuera del alcance de los niños.

Por eso habrá que aplaudir también a los curas que en Polonia han quemado en público los libros de Harry Potter con la sana intención de evitar que sus lectores caigan en las redes de la magia y la idolatría.

Mosqueteros, vampiros y hechiceras deberían desaparecer poco a poco de las secciones de literatura infantil para ir sustituyendo a esos personajes por otros que sean más acordes con los tiempos (de manera que, en vez de morder cuellos o envenenar manzanas, empiecen a vivir sus aventuras viendo la tele o recogiendo firmas contra el Mal.)

De hecho, ni siquiera habría que prohibir nada. Bastaría con esperar a su debido momento y entender que los cuentos infantiles no conviene leerlos hasta cumplir los dieciocho. Igual que ocurría con aquellas versiones pornográficas en las que Blancanieves se lo montaba con los enanitos y Cenicienta, aparte del zapato, perdía unas cuantas prendas más, tendríamos que procurar que estos cuentos tradicionales caigan sólo en manos de adultos. Pero de adultos sin reparos.

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