manuel muñoz fossati

¡Qué sabe nadie!

Entre canción y canción metida en la memoria, va uno erigiendo al cantante eterno de Linares como héroe moderno

Asistir a un concierto de Raphael es como una autocelebración, como homenajearse a uno mismo sin complejos y con un amor propio sin límites, desaforado, alegre y orgulloso. Entre canción y canción metida en la memoria, va uno erigiendo al cantante eterno de Linares como héroe moderno y antiguo a la vez, como modelo terrenal al que se le agradece la entrega en su repetición de gestos y se le perdona la bien disimulada pérdida de facultades.

Porque lo suyo es el resultado gozoso de una labor interminable, apasionada y seguramente desagradecida en otras muchas ocasiones. Y nos hace creer por una vez en una máxima siempre oída y pocas veces creída: que el trabajo puede dignificar. Porque la verdad es que Raphael trabaja en dos horas y pico de recital más que mucha gente en toda su vida.

Estuve, sí, en ese concierto de Chiclana, concelebrando con miles en una gran noche, con miles que no tenían probablemente nada que ver conmigo; bueno, nada excepto canciones vividas al mismo tiempo, es decir durante ese todo que dura una canción.

En la euforia de unas notas y letras compartidas era imposible distinguir ideologías y clases de tal manera que a mi espíritu, siempre con un punto final optimista, le hacía ilusionar con que el pasado, el presente y el futuro del país habría sido, sería y podría ser mucho mejor si alguien hubiera escrito y compuesto un himno nacional con la fuerza unificadora de 'Mi gran noche'.

Quién sabe, quizá esa canción, del gran Salvatore Adamo pero popularizada por Raphael, nos habría llevado por caminos exentos de más ánimo conquistador que el del corazón de los otros, menos brillantes de aceros toledanos pero más luminosos. Y sobre todo, por senderos en los que la risa y el llanto habrían sido más sinceros, veredas en las que reinaría el ¡qué sabe nadie! por encima, muy por encima de principios y fes revelados e infalibles ante los que sólo cabe bajar la cabeza para que no te la corten.

Y una verdad evidente y consoladora: que el poder de la música, sin duda un don divino, batalla contra el tiempo en una lucha en la que se sabe que siempre perdemos, pero nos da un porte estupendo mientras resistimos.

Mirad, admirad si no, la entonación, la vocalización y, por supuesto, la mata de pelo de Rafael Martos, vulgo Raphael.

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