Tribuna Libre

Salvador Gutiérrez Galván

Las lágrimas de un cura

HEMOS catalogado como héroes a enfermeros, médicos y policías. Justamente. Pero no he dejado de pensar, durante este tiempo de confinamiento, en muchos sacerdotes que han palpado de cerca la triste realidad de los que conforman el dato estadístico de esta pandemia mundial. El padre Giusseppe Berardelli falleció a los 72 años con coronavirus, al ceder su respirador a otra persona más joven. Otro héroe que siempre será recordado en su parroquia italiana de Bérgamo. Y este pasado domingo el destino me llevó hasta una humilde iglesia de nuestra ciudad para contemplar la debilidad de un cura abatido por el recuerdo de quienes han perecido en esta travesía.

No citaré ni su nombre ni el de su parroquia porque no me parece procedente. Sin embargo quisiera alabar la conducta de quienes han sufrido de cerca la pérdida humana; sacerdotes que se han encontrado solos en un cementerio, con el mínimo consuelo familiar de la víctima. Solos para una última despedida amarga. Porque el abrazo era necesario en el duelo de la pandemia.

Ellos han visto en primera persona la desolación de una hija que no ha podido dar el último adiós a un padre, a una madre, a una hermana. Sacerdotes que en tanatorios, hospitales y cementerios se han encomendado una vez más a Dios, pero en circunstancias inéditas. Las lágrimas del cura que oficiaba la Misa eran las lágrimas de esta humanidad. Las lágrimas de un buen hombre que se hace aún más hermano ante el dolor. Hoy quisiera consolar a este cura asegurándole, desde mi admiración más absoluta, que nunca nos debió pedir perdón por esas lágrimas derramadas.  Nuestra iglesia, afortunadamente, está llena de héroes anónimos como tú que lloran ante la pérdida emocionada de un hermano. Fue la mejor homilía que he presenciado jamás. Un fuerte abrazo.

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