Leopoldo Del Puerto Cabrera

Los santos de Gallardón

Barcos sin honra

Un día, se levanta uno de la cama. Se acicala. Se echa dos gotas de un perfume de machito resultón, que sea caro. Se sienta uno en la terraza, porque hace buen tiempo. Coge por el asa, con mucha finura, la taza de capuchino, y bebe un sorbo, está en su punto. Hojea los periódicos recién horneados en la imprenta, los de un signo, los de otro, y los que son folletos de supermercado de descuento. Da uno las gracias a la señorita de la cofia, que lleva la minifalda posicionada a su justa altura, como las enfermeras de los buenos hospitales gaditanos de pago. Después, con mesura, como parte de un ritual rítmico, estudiado, se zampa uno los biscuits, el cruasán, el tazón de cereales y el zumo de naranja (recién exprimido). Y, en la puerta, como un reloj, el chófer con gorrita, la berlina con las banderitas, en marcha, Juanito, ya sabes, sintoniza el Grupo Risa, ahora la Cope, al purpurado Federico, lo que usted ordene, Don Alberto, a sus pies, Don Alberto, a sus pies y a los de su señora, Don Alberto, a sus órdenes, Don Alberto, no seas tan pelota, Juanito, etcétera.

Llegar todos los días, menos los de guardar, al despacho austero, asceta, minimalista, del alcalde de Madrid, siendo alcalde de Madrid, debe ser, cuando menos, penitencia de cartujo. Soportar, cada mañana, las embestidas, pregones y homilías del arzobispo de las mañanas de la Cope, debe ser, como poco, una alta y grande obra de misericordia, un poner la otra mejilla, un vía crucis de tomo y lomo, o algo así, o cualquier otra cosa parecidamente metafórica que se le ocurra a esos ateos catetos e irreverentes de broma gorda y seso primitivo, ateos que habría que hacerles a ellos solos una ley de memoria histórica, qué sé yo, que puedan decir que Torquemada hizo con sus antepasados un sofrito en la plaza del pueblo.

Cuando a uno le cogen distraído, de buen día feliz que el sol sale y hay margaritas silvestres en los campos, uno hasta se compadece del pobre y buen alcalde de Madrid. Declara tan bien en juicio y actúa tan bien y tan compungido y tan sincerísimamente afectado por las llamas circenses del purpurado radiofónico, que uno se lo cree a pies juntillas, de verdad verdadera, palabrita del niño Jesús, que se olvida uno hasta que es político. Pero en realidad, cuando uno despierta de semejante espectáculo teatral, se descubre la frialdad, la demagogia calculada de Gallardón. La lectura en clave política, inteligente, con principio de congelación, aquella que hizo en su día Gallardón de pasar página del once eme y que tanto incendió el discurso del cardenal de la vigilia, era acertada como estrategia electoral para el Partido Popular, pero para proponerla en los despachos de Génova, en la intimidad. Era acertada, y era interesada, y era, sobre todo, amoral. Fue una amoralidad ruin y deleznable exponerla en público tal cual lo hizo, en las portadas de los periódicos, ante la mirada de los familiares de los asesinados del once eme. Y sucede, al otro lado de la omnipotencia, de este paraíso por encima del Bien y del Mal, que Jiménez Losantos es un poco Bush, aunque infinitamente con más talento, y más duro de pelar, y con más orgullo, no sabe qué es aquello de dar un paso atrás. Sus armas de destrucción masiva son la intervención de ETA en el atentado del once eme.

El juicio contra la libertad de expresión, como lo llaman en la Cope, no es más que un vodevil, un entremés de dos buenos actores, Quevedo y Góngora, Góngora y Quevedo, para su divertimento, y su odio eterno, y su guerra fría, y su mayor gloria.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios