Hace un par de domingos, una algarabía más propia del mercadillo de los lunes que de una Iglesia se apoderó de la que aún se mantiene en pie sobre mi barrio.

El mes de mayo se estaba retirando de los almanaques con parsimonia, pero aún le quedaban un par de comuniones por celebrar.

Fue entonces cuando, con ese ruido de fondo, comencé a pensar en el acto en sí de la Primera Comunión.

Y las conclusiones a las que llegué esa mañana me apenaron y no me gustaron nada.

Así, ese día sometemos a ese niño vestido de almirante de la armada o a esa niña vestida de pseudo-novia a una parafernalia que nada tiene que ver con el hecho en sí de abrir su pequeño corazón y recibir en su interior a Jesús.

Por lo visto en la última cena se pidió encarecidamente que esa fuera la indumentaria adecuada.

Así, ese día sí somos capaces de pisar -por nuestros hijos-, la Iglesia a la que el resto del año se ignora y se maldice, masticando el defecto ese de "yo no creo en los curas", sino en el Dios que anduvo en la mar.

Lástima que sea la propia Iglesia la que tampoco crea ya en ese Dios.

Y por último, ese día uno se da cuenta de que hacer la Primera Comunión, aparte de un rentable negocio, lleva implícito uno de los cánceres de esta sociedad nuestra: el aparentar.

Porque aunque una familia tenga que hipotecarse, el niño tiene que viajar a Euro Disney para decirle a Mickey Mouse que desde que hizo la comunión tiene un Ipad, un teléfono 4G, 4 juegos nuevos para la play, que el abuelo le dio 200 euros, pero que su madre se lo guardaría para comprarle ropa cuando volvieran, ...

Tendrá que llegar a la segunda comunión para entender realmente a la Primera.

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