El sentido de una conmemoración

Rememorar aquel 28-F, ahora, debe servir para ofrecer otro modelo de convivencia para todos los españoles

Hace ya años, en las primeras décadas de la democracia, se intentó que en Andalucía fructificara la misma retórica impuesta por los partidos nacionalistas en otras tierras de España. Con forzado mimetismo se buscaron himno, bandera, padres de la patria, libros y gestas fundacionales que repitieran aquí el mismo efecto. En aquellas otras regiones, los nuevos nacionalismos habían necesitado inventar toda una parafernalia para creerse distintos, movilizar emociones exclusivas y arrastrar a los votantes para que les dieran el poder. Por fortuna, esas llamadas para despertar a las tribus locales tuvieron poco éxito en Andalucía. Quizás porque ya contaba con una cultura propia y reconocida, y tenía conciencia, incluso sobrada, de sus peculiaridades. Sus problemas básicos eran otros: sociales y económicos. Por eso, los intentos de solventar estas dificultades reales ofreciendo ilusiones y señuelos de emblemas e identidades apenas perduraron. Surgió un andalucismo cargado de buena voluntad, pero sus expectativas se enfriaron, al mismo tiempo que se desenmascaraba que, tras los repiques nacionalistas periféricos, se ocultaba la defensa de privilegios históricos y ambición de poder y mando, sin asomo de una gota de solidaridad con otras regiones.

Sin embargo, si bien se puede comprender, dada su ineficacia, este justificado olvido de los envites andalucistas, eso no debe entrañar que la fecha del 28 de febrero se reduzca a unas proclamas protocolarias sin más sustancia. Porque tal vez si el concepto un tanto ostentoso de celebración ha perdido sentido, puede ser sustituido adecuadamente por una válida jornada conmemorativa. Una conmemoración reflexiva, anual, que obligue a plantearse periódicamente al gobierno, clase política y a los andaluces, dos cuestiones básicas. Una, enfocada hacia el interior, que revise lo conseguido y lo que todavía aguarda, pendiente, desde que se inició el autogobierno, para lograr la mayor igualdad entre sus habitantes. Y la otra, cara la exterior, pero no menos necesaria, que exponga con claridad y valentía los criterios de solidaridad que, en opinión de estas tierras del sur, deben prevalecer entre todas las regiones españolas. Cuando se confeccionaron los dos anteriores estatutos, la ambición política era situar Andalucía, por sus transferencias, entre las primeras autonomías. Pasado este tiempo, ya se sabe a dónde conduce esta carrera de fantasías, egoísmos y agravios. Rememorar aquel 28 de Febrero andaluz, ahora, debe servir para ofrecer otro modelo de convivencia para todos los españoles.

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