LOS dos partidos con posibilidades de formar Gobierno tras las elecciones generales del 9 de marzo próximo parecen haber asumido que la contienda se dilucidará en el terreno de la economía doméstica. La subida de precios, las hipotecas, la desaceleración en la construcción y los servicios y el consiguiente aumento del desempleo conforman un panorama que, sin llegar a ser alarmante, es motivo de seria preocupación para los ciudadanos, instalados ya en cierto pesimismo sobre el futuro inmediato. Lo malo es que la respuesta de ambos partidos a esta constatada crisis de confianza y a los síntomas de crisis material ha derivado en una auténtica puja por el voto ciudadano a base de ofertas preelectorales poco meditadas, carentes del cálculo económico imprescindible para su credibilidad y, por otro lado, notoriamente semejantes en sus planteamientos, sin que pueda vislumbrarse su pretendida condición de alternativas de la derecha y la izquierda. Si uno promete cierta cantidad de puestos de trabajo en caso de ser elegido -como si la creación de empleo dependiera de los gobernantes-, el otro se apunta a una cifra superior; donde uno se compromete a reducir los impuestos para las rentas más bajas y las más altas, otro directamente asegura que devolverá cientos de euros a los contribuyentes que ya han pagado a Hacienda; si el actual gobernante se compromete a construir trescientas mil plazas en guarderías infantiles, el líder de la oposición ofrece cuatrocientas mil. Y así todo lo demás. Esta subasta de paraísos económicos y fiscales en busca del voto supone en la práctica la pérdida del respeto debido a los ciudadanos, a los que se marea con promesas a veces contradictorias en lugar de hacerlos partícipes en un auténtico debate acerca de la situación económica y las posibilidades que tenemos como país para salir adelante. Ni Zapatero ni Rajoy están a la altura de las circunstancias. Y la campaña oficialmente no ha empezado todavía. ¿Qué dejarán para finales de febrero? Deberían reflexionar y moderarse.

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