Desde hace unos cuantos años, mi patria se reduce a las cuatro calles donde vivo. Mi bandera ondea por cuaresma cuando mi madre orea mis túnicas de penitencia. Y mi himno es cualquier copla de carnaval.

No necesito mucho más para sentirme ciudadano del mundo.

Nací en esta tierra como podría haber nacido en Triana, en Toledo o en París, pero llevo con orgullo mi acento jerezano.

Y este acento del que presumo hunde sus raíces en un rincón del sur.

Y es que en el sur los vientos se pelean entre ellos, el sol busca La Caleta o Doñana para morir y los silencios de una plaza de toros hacen enmudecer al mismo miedo.

En el sur, las ropas se secan al aire de las azoteas, la risa es el mejor antídoto para acabar con los problemas y nunca falta un abrazo para que el frío se ahuyente por sí solo.

En el sur también nos levantamos temprano para ir a trabajar, también sudamos tinta china para almorzar con un mendrugo de pan y brindar con un buen vino, y en el sur también tenemos talento -a raudales- para superar a quien se ponga por delante las veces que hiciera falta y superar así todas las zancadillas que los envidiosos y los rabiosos van poniendo en nuestro día a día.

Pero la gente del sur albergamos un problema: que tenemos que creernos lo que somos, que tendríamos que querernos un poquito más a nosotros mismos, y que deberíamos de levantar la cabeza todos los días del año, no sólo cuando el mes de febrero agoniza.

Somos nuestro peor enemigo, y nuestro ego es débil.

Aprendamos a vivir sin complejos, a convivir sin sentirnos inferiores a nadie y sintámonos orgullosos de nosotros mismos, de cómo sentimos y de nuestra esencial manera de ser.

Soy del sur… y esa es mi suerte.

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