La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

El territorio sagrado de la infancia

¡El globo de Morgano! El título del artículo de Ignacio evocó el territorio sagrado de la infancia

Los recuerdos compartidos son como las cerezas. Andaba el compañero Ignacio F. Garmendia leyendo las pruebas de un libro de José Antonio Antón Pacheco y se encontró con una mención al mago Morgano que le retrotrajo a otra evocación del personaje hecha por José María Conget en El olor de los tebeos. Y empezó el juego de cerezas. Los recuerdos de Pacheco se enlazaron con los de Garmendia, los de este de los de Conget y los de los tres con los míos. ¡El globo de Morgano! Cuando leí el título del artículo de Ignacio sentí ese vuelco que se produce cuando alguien nombra lo más tuyo por ser lo más hundido en la memoria. Porque, como le sucedió a él, la mención me retrotrajo a "las tardes en las que nos pasábamos horas releyendo las mismas historietas, sobre todo durante las vacaciones en las que el tiempo se alargaba hasta hacerse insondable".

Más joven, Ignacio recuerda esos tebeos en reediciones o heredados de los mayores. Yo los leí con el olor a papel recién editado. Y precisamente a partir del episodio del mago Morgano, que ocupó las entregas 11, 12 y 13 de la recién nacida colección. Estaba recluido por la escarlatina y mi madre, al volver de la compra, me llevó una mañana clara y fría de Tánger el último número llegado al quiosco: el 11, El pozo de la muerte. Desde entonces mi infancia se fue poblando con el pozo del pulpo gigante, la Casa de la Muerte en la que las víctimas eran momificadas vivas, Titlán el usurpador, la trampa de lodo del templo de Barogar, los hongos carnívoros del cráter del volcán que guardaba la ciudad de hielo del Gran Unicornio, el bajel del desierto o la Reina de los Vampiros.

El globo que Morgano construyó para agradecerle a Trueno que lo liberara de Manfredo el Negro es una de las imágenes que poblaron mi infancia junto a otro globo, el de La isla misteriosa, también arrastrado por una tormenta cuya furia multiplicaba la música de Bernard Herrmann. Y con ellos la diosa del templo subterráneo ante la que bailaba Debra Paget en La tumba india", los monstruos de Los hijos del volcán y Gorgo, el esqueleto guerrero y el cíclope de "Simbad y la princesa" o la coetánea trilogía de Richard Thorpe -Ivanhoe, "Los caballeros del rey Arturo, Las aventuras de Quintin Durward- que tanto, vía Walter Scott y Malory, influyó en Trueno. Como escribía Ignacio, son visiones que nos religan para siempre al territorio sagrado de la infancia.

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