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No tenemos remedio. Descubren, a unos pocos de años luz, dos planetas que podrían albergar vida, y aquí algunos medios sólo se preocupan de destacar en sus titulares si los científicos implicados eran catalanes, andaluces o de la parte de Gotinga. Teniendo en cuenta que en estos proyectos participan astrónomos de un montón de países, parece absurdo fijarse en detalles tan pueblerinos. Pero ya sabemos que, gracias a la pejiguera nacionalista, cuanto más se ensanchan las fronteras del universo, más se calan la boina algunos, y por eso mismo, ante el hallazgo de un planeta nuevo, o de una galaxia con plazas libres de aparcamiento, lo único que les va a interesar a ciertos paisanos es si el que ha hecho el descubrimiento es el hijo de la Tomasa, la que tenía el quiosco frente a la iglesia.

Cuánta razón llevaba Ortega cuando decía que la realidad la entiende cada cual desde su propia perspectiva. Por eso, para aquel cuya vida consiste en beber del porrón, el universo será todo lo grande que usted quiera, pero tendrá forma de porrón. Y para el que viva obsesionado por la cría de palomos, las supernovas y los agujeros negros no dejarán de ser variantes cósmicas del palomar de toda la vida.

Por esa razón no nos debe sorprender que el nacionalista entienda que el universo es como un sembrado: o sea, algo que pilla a las afueras del pueblo. Y tampoco nos debe extrañar que a medida que algunos necesitan telescopios para entender lo que pasa a su alrededor, otros se emperren en achicar aún más el espacio de sus patrias menguantes y lo hagan levantando muros para que no se les cuelen los forasteros, o boicoteando hasta el vino que venga del extranjero (que es ese territorio inhóspito que empieza justo allá donde no alcanza el tractor.)

Como no sabemos aún si existe vida en esos planetas recién descubiertos, tampoco vale la pena aventurar si sus hipotéticos habitantes hablarán todos el mismo idioma o si preferirán, como aquí, que los de un barrio tengan dificultades para entenderse con los alienígenas del barrio de al lado.

Lo que no podemos evitar es imaginarlos a nuestra imagen y semejanza (cada uno en su estilo, naturalmente) y por ello unos se figurarán a los extraterrestres bailando sevillanas en órbita, otros los verán más bien de romería en las fiestas del satélite de al lado, y otros muchos imaginarán al extraterrestre de pura cepa presentándose a un certamen de levantadores de piedras y aerolitos.

Al fin y al cabo, hay dos tipos de viajeros. El que quiere conocer mundo para darse cuenta de que existe vida más allá de su ombligo y el que viaja a cualquier rincón del planeta convencido de que, como en casa, no se está en ningún sitio. Ahora bien, si no vamos a saber admirar el sinfín del universo sin admirar antes el confín de las cuatro paredes que nos rodean, habría que ir pensando en cambiar el nombre al planeta, que lo de Tierra nos viene un poco grande. Terruño le encaja más.

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