Si uno tiene la curiosidad de navegar por las redes o ve y escucha cómo se comunican hoy nuestros jóvenes en los medios de información, en la calle o simplemente en su rutina diaria, enseguida se da cuenta de su creciente desconocimiento de las palabras, del empobrecimiento progresivo de una lengua que, en su mayoría, ignoran. Nuestras cifras de compresión lectora, por ejemplo, son (a las pruebas PISA me remito) francamente descorazonadoras. Ese fenómeno, que dice mucho de una educación desnortada y manifiestamente mejorable, atrae repercusiones en un doble ámbito: de una parte, compromete el destino de nuestra cultura en la medida en que ésta se vulgariza, pierde rápidamente un patrimonio de siglos y deserta de su función diferenciadora; de otra, y esto me parece aún más importante, constituye un verdadero drama individual en cuanto que incapacita a quien desconoce la riqueza del lenguaje para mostrarle a los otros la complejidad de sus ideas, opiniones, conjeturas o sentimientos.

Este segundo aspecto resulta, a mi juicio, crucial. Afirmaba Nietzsche -después lo hizo Unamuno- que expresamos nuestros pensamientos con las palabras que tenemos a mano. Añadía, incluso, que sólo conseguimos elaborar aquellas razones para las que disponemos de términos capaces de manifestarlas aproximadamente. Igual mecanismo, aún reconociendo que aquí colaboran otras formas sutiles de dar y de pedir, entiendo que sigue siendo válido en el vaporoso y poliédrico territorio de la emoción y del sentir. Como afirmé aquí hace años, quien no sabe el nombre preciso de cuanto le rodea, medita, cree, padece o deleita se asemeja a un pintor que hubiera de reflejar la exuberancia de la vida con una escasa paleta de blancos y negros. Gris le saldría. Casi tanto como el que se percibe en el alma de las nuevas generaciones, enclaustradas en cuatro tópicos, unos pocos centenares de vocablos y millones de imágenes vacuas y uniformes.

De ahí la importancia del envite: sin el arsenal suficiente, quedan imposibilitados para presentarse en el mundo como exactamente son, difícilmente pueden afrontar un diálogo matizado y fructífero con los demás y acaso acaben condenados a una soledad silente, tan absurda como paradójicamente sobrevenida. A mí no me cabe duda: hurtarles el soberbio tesoro del verbo, ontológicamente imprescindible, no deja de ser, al cabo, la forma más dañina de arrebatarles voz, individualidad, criterio y libertad.

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