En la torre campanario de nuestra Catedral, habita un reloj que -a su manera-, va desgranando el tiempo de nuestros latidos. Con las agujas enmarcadas dentro de una esfera blanca -aunque ya podrían colorearla de un verde color esperanza-, su imperturbable compás sabe de nosotros aquello que ni nosotros mismos sabemos. Y es que somos presos de sus tics tacs, de sus cambios de horas, de sus infinitos e imparables tempos. De esos tiempos donde los fríos se combaten con abrazos, donde las ceras duermen sobre los adoquines de los sueños, donde las nubes enhebran cielos de musitadas quimeras. De esos tiempos de paseos por calles desconocidas, de lluvias aparcadas en los zaguanes de la noche, de alegrías que se despiertan entre lunares, volantes y coches de caballos. De esos tiempos donde el calor aprieta como una soga de miedos, donde el vino renace como una Pascua cuando septiembre se despierta, donde todo empieza y todo acaba cuando la luna firma sentencias de miradas. Jamás podremos detenerlo. Jamás podremos escaparnos de él. Jamás nos soltara la mano. Es nuestra condena de piedra. Nuestra ciénaga de piel. Nuestra cicatriz sombreada sobre los aleros de las casa, sobre los tejados a dos aguas, sobre las azoteas donde la ropa suda sudores sin apenas abrir la boca.
Dicen los duendes escondidos de nuestros barrios que Jerez no tiene dueño, pero yo creo que ese reloj, que para muchos pasa desapercibido y que tiene la mirada tallada por ecos de campanas, tiene la llave y el aliento de nuestros destinos, de nuestros caminos, de nuestras huellas. Como dijo Benedetti, busquemos ese tiempo, simplemente para morir, para volver a nacer, para darnos cuerda y para darnos cuenta de lo que somos, de lo que ansiamos, de lo que nos queda por soñar, por respirar, por amar… Porque mientras ese reloj nos susurre la hora, nosotros estaremos vivos...
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