Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

El Camino

Hay, entre tú y yo, un camino misterioso. A veces, por lo inesperado, en exceso largo; por sinuoso, más complejo de lo esperado. Otras, tan breve como no quisiera, tan intenso como fugaz, tan dulce como el caramelo… dulce. Es un sendero de magia y fantasía: tan puede servir para acercarnos hasta el temblar, como para alejarnos hasta el dolor; es cuestión, sólo, del sentido en el que lo caminemos… ¡los dos!

Sí, porque si hacia ti voy y tú no lo haces hacia mí, no te alcanzaré jamás; tampoco tú sabrás dar conmigo. Nada que decir si, espalda contra espalda, lo andamos los dos hacia un ‘adelante’ que dará por resultado lo contrario de lo supuestamente pretendido: no hará más que alejarnos, puede que hasta sin ser conscientes de ello: ni nos vemos, ni sentimos la distancia que con cada paso aumenta y en cada paso nos separa; no sabré que tu Norte es mi Sur, no sabrás que tu ‘adelante’ es ‘hacia atrás’ para mí. Sólo si enfrentamos el mirar, el tuyo con el mío y el de los dos con el nuestro, para querernos y no perdernos, para andar sin detenernos, sólo así será certero el rumbo… no errará el timonel.

Y hay, también, mil caminos entre nosotros todos: los unos, los de aquí y los de más allá. Senderos por los que echamos a andar o nos detenemos… o retrocedemos. Seremos quienes decidamos ser… y la circunstancia lo permita, bien es cierto que a ésta la puede a su vez condicionar la actitud que hayamos adoptado. A fin de cuentas, será ‘ella’, la libertad a la que –decía Sartre– “estamos condenados”, la circunstancia por antonomasia. En la libertad elegimos como queremos ser, después… no hay hueco para el lamento, menos para el arrepentimiento: los únicos a quien pedir cuentas por aciertos o errores somos nosotros, siempre seremos nosotros; nada ni nadie más que nosotros.

Es por esos caminos que nos encontramos con muchas espaldas, pertenecen a personas a las que, por una u otra causa, no podemos incorporar a nuestro existir: aunque avancemos hacia ellas seguiremos viendo sólo sus espaldas, no podremos sobrepasarlas para tratar de contemplarlas de frente e intentar hacer algo que no está a nuestro alcance si es la espalda lo que tenemos delante. Hay ocasiones en las que quien está en el sendero lo tenemos de frente, pero sentimos su mirar extraño: no invita a la proximidad, incluso sugiere o directamente empuja a la lejanía ¿Qué hacer…? La experiencia aconseja lo que el principiante no hace.

Y hay otros carriles –así los llaman, por acá, a esos caminos del monte– en los que las afinidades de los que se encuentran condicionan su elección. Si la circunstancia no se interpone, la conexión que surge de modo natural progresa. Se genera un acercamiento, cauteloso al principio, confiado después y por fin atrevido; se colocan los cimientos de una relación con esperanzas de estable y ansias de longeva; los vasos comunicantes, pero independientes, de dos seres instalados en sus dos vidas funden, en reciprocidad y armonía, parte de la propia esencia con la esencia del otro: el vínculo germina. Es una ligadura consentida con la que, por propia voluntad y en plena libertad, los dos cederán parte de su individualidad en favor de una dualidad compartida: se llama amor –en todas sus acepciones–, amistad –no hay más que una–, o cariño –en grado próximo a lo superlativo–; son las razones, primeras y últimas, que dan sentido a nuestras vidas: únicamente la soledad –si elegida, magnífica compañera– te puede enseñar a valorarlas.

Luego… las torceduras de la condición humana, pérfidas y funestas, se oponen con indeseable empeño al florecer de aquello que nos permitiría acercarnos a la felicidad, acariciar esos momentos, efímeros pero intensos, en los que sentimos asequible la grandeza del espíritu que nos habita.

No piense, quien no pelee por encontrar estas intimidades en su camino, que ni los dioses ni el destino se apiadarán de él. Obviar la proximidad de quien lo vale lleva aparejada la condena a un aislamiento impuesto, despreciar la fusión con quien amamos y merece ser amado implica la imposibilidad de alcanzar el techo de ciertos sentires que no tienen techo, pensarse suficiente conlleva saberse casi nada.

Es necesario saber ‘ver’, para poder ‘palpar’; ‘palpar’ para aprender a percibir; hay que sentir, para ser; todo está en ese sendero que a cada uno nos toca. Habrá quien ni cuenta se dé; habrá quien, consciente, se sepa incapaz; habrá quien mire hacia otro lado; pero siempre quedará quien, en un alto del camino, querrá leer en los ojos del que, un poco de tierra adelante, le mira queriendo leer en los suyos.

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