Tierra de Nadie

Alberto Núñez Seoane

Lo que nadie debería querer

Pero, sin embargo, lo que no solucionan los que lo deben y pueden hacer. Así es la angustiosa paradoja que nos está tocando vivir.

Ya no son estadísticas, ni números fríos, ni proclamas políticas que usan, unos para tumbar a los otros, otros para hacer que los unos no les quiten el sitio. Es, por pasmoso, inconcebible y triste que parezca, lo que han conseguido entre todos. Entre todos aquellos a los que pagamos para que velen por nuestros intereses y, por contra, lo que han hecho ha sido pavonearse en sus poltronas, acosar al oponente de turno con prepotencia e infinita estupidez, dilapidar el crédito que les dimos, malgastar los recursos que les entregamos, sufragar dispendios vergonzosos, conceder subvenciones bochornosas, colocar amiguetes, tapar bocas incómodas, comprar votos de ignorantes o pusilánimes, y callar voces discordantes; esta, no otra, es la política que nos ha colocado al borde mismo del abismo al que llevamos demasiado tiempo mirando: "Cuando miras largo tiempo al abismo, el abismo te mira a ti", escribió el filósofo Friederich Nietzsche.

Nuestra sociedad del bienestar se acaba. El 'Estado social', garante de derechos, valedor de la Justicia, protector de indefensos, responsable último de alcanzar igualdad, fraternidad y progreso, centinela incorruptible de la libertad, se resquebraja, se tambalean sus cimientos, su estructura se agrieta, todo se hunde… Si todo, como parece más obvio cada día, revienta, las irreparables consecuencias terminarán con más de medio siglo de logros sociales; recuperarlos, si se llegase a conseguir, costará mucho, mucho tiempo, también sudor, lágrimas y sangre, mucha.

El motivo es el origen de la causa, sin el uno, no surge la otra. Los ideales que impulsaron los grandes cambios sociales ocurridos durante el siglo pasado; responsables de la desaparición de humillantes desigualdades, de la posibilidad generalizada al acceso a la sociedad del bienestar y a la educación, de la sanidad pública, las pensiones de jubilación, el subsidio de paro y el derecho al descanso; supusieron el motor de uno progreso sin el que la Humanidad no habría podido avanzar ni lograr los adelantos y sustanciales mejoras, en todos los campos de la ciencia y las humanidades, que, de modo brillante y vertiginoso, ha protagonizado: el estímulo -motivo- que supuso la convicción de la perentoria necesidad de acabar con injusticias brutales y desigualdades repugnantes, engendró la energía suficiente para que las cosas dejasen de ser como eran para empezar a ser de un modo bien diferente -causa-.

Hoy, la 'motivación' es tan otra, que no existe como tal. El fin, por ladino y abyecto que sea, 'justifica' los viles medios que se emplean para conseguirlo, al precio que fuere: ¡todo vale!; la mentira se ha institucionalizado, hasta en las más altas instancias de un Estado que debería ser de Derecho, pero no lo es; la corrupción, material, pero sobre todo espiritual, ha sentado sus reales en la génesis de la vida cotidiana, en todos sus estamentos y con una intensidad que asusta; un consumismo que idiotiza a las gentes, se adueña, suprimiéndolas, de las relaciones entre humanos; valores que debieran constituir el objetivo del buen vivir, no es que brillen por su ausencia, es que son objeto de burla, vulgar choteo e inimaginable desprecio…

'La causa', en coherencia con lo anterior, está prostituida desde antes de engendrarse. El resultado de tanto despropósito entremezclado no puede resultar más que desnaturalizado y funesto.

Si, por activa o por pasiva, asumimos que este sea el estado de las cosas que amueblan el mundo en el que pretendemos ser personas, no podremos ni extrañarnos ni quejarnos de que estemos como estamos ni de que lleguemos a estar como, con certeza, llegaremos a estar.

Nadie, que se tenga por racional y en posesión de un mínimo de los principios que nos alejan de las bestias, debería, ya no aceptar, si no querer que la realidad se asemejase a la que es.

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