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Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Diagnóstico: ¡Esjarramantas!

NACIÓ en una humilde aldea de León, cuando faltaban pocos meses para el comienzo de la guerra civil. Trabajó como dependiente en una tienda de La Coruña, primero, y de Santiago de Compostela, después. Hace sesenta años creó su primera empresa: pequeña, familiar y dedicada a la confección de albornoces. Doce años más tarde abriría la primera tienda de lo que, con tiempo, ingenio, trabajo, voluntad e inteligencia, sería uno de los mayores imperios comerciales del mundo.

Llevó la modestia hasta lo más alto, también, de su mano, el ser humano que es, alcanzó la mayor fortuna del planeta Tierra. Ni las inmensas haciendas de Estados Unidos ni las petroleras de los Emiratos Árabes, ni los más acaudalados entre los más pudientes herederos de las más antiguas fortunas de la vieja Europa, ni empresarios recién llegados desde la madre Rusia o de la que fue la imperial China, pudieron igualarle. Fue él, un aldeano de Busdongo de Arbas, pueblo perdido en tierras del lobo, olvidado en serranías donde manda el silencio y la soledad ordena, quien, por llevar la contraria a D. Quijote, es, a más de andante caballero del siglo XXI e hidalgo ingenioso en un mundo carente de ingenio y de hidalgos también, ejemplo de empeño y conseguidor de casi imposibles logros, maestro y figura hasta una sepultura que, esperemos y ojalá, haya de aguardar muchos años a darle cobijo.

Pero, ¡ay!, vivimos en tierra de “infieles”, no por credo, religión o confesión, sí por calumnias, bajezas, enconos y otras enjundias más propias de alacranes que de humanos. En lugar de alabanza, continuo despellejo; dónde imponerse debiera lo ejemplar, es el rencor quien deshace; la soberbia arrolla con la humildad; voluntad y sacrificio perecen cuando la envidia emerge.

Miles de millones de euros pagan cada año sus sociedades en impuestos que recauda la Hacienda pública española -podría pagar cien veces menos si estableciese el “domicilio fiscal” de las mismas en cualquiera de los muchos países que lo recibirían con los brazos abiertos, pero no lo hace-; cientos de miles de puestos de trabajo creados, dignos, humanos y equilibrados, cientos de miles de familias, por tanto, con medio para ganarse la vida con honradez; ochocientos sesenta millones de euros va a recibir por los beneficios de sus accione durante el pasado ejercicio, de los que unos doscientos millones irán a las arcas del Estado en concepto de “IRPF”, cantidad que se vería reducida a “cero” -es decir, no tendría que pagar este ni otros impuesto- si descolgase un teléfono y sus abogados fijasen su domicilio, por ejemplo, en Mónaco, pero no, no lo hace.

Sigue viviendo dónde casi siempre lo ha hecho, ni grandes fiestas ni apoteósicas celebraciones, apenas prensa ni televisión ni redes sociales: una vida sosegada, tranquila, lejos del bullicio, de dimes y diretes, de habladurías o escándalos. Dona millones … cada año, compra aparatos y maquinaria de última generación para los hospitales públicos; no pide nada, ni reclama ni, mucho menos, exige, no molesta, no importuna; no se vanagloria ni alardea ni siquiera presume -tres gradaciones, de mayor a menor, del mismo defecto-. Un ciudadano, sin duda, ejemplar, un empresario excepcional, un hombre discreto; un modelo, en muchos aspectos, a imitar.

No lo pudo la “lanza en astillero” que a lomos de “rocín flaco” paseó D. Quijote por las soledades de La Mancha; ni el magistral manejo de la escritura que poseía D. Miguel, la pluma que le dio vida; ni antes lo consiguió la Tizona, en manos de D. Rodrigo Díaz de Vivar por los campos de Castilla; ni tampoco Isabel y Fernando, “Los Reyes Católicos”, padres de las llaves que abrieron las puertas para dejar atrás la Edad Media y entrar en la Moderna; ni Padilla ni Bravo ni Maldonado, que al frente de “los comuneros” pusieron en vilo el reinado de Carlos I; ni tantos muchos otros… menos lo podrán humildes plumas de provincias, como la del que ahora se lamenta. No, no son los gigantes, disfrazados de molinos, ni lo fue el infiel, ni lo inútil de tanto rey que no debió serlo, ni los gabachos que nos quiso imponer el “pequeño gran” corso de la mano en el pecho… ¡son los esjarramantas!

“De poca valía, lerdo, vago, perezoso, sin oficio ni beneficio, chapucero, mal trabajador”, son algunas de las varias acepciones de “esjarramanta”. Palabra, por completo autosuficiente, que me cautivó desde que tropecé con ella en una de las páginas de algún buen libro. España es tierra de esjarramantas: llevamos la penitencia en el que es pecado de la gran mayoría.

Nación pendular, la nuestra, que corre, enfebrecida, del blanco al negro sin solución de continuidad ni atisbo de consecuencia. En demasía sometida a la insulsa apariencia, esclava de los que penden de qué se dirá y quién lo hará. Atestada de zoquetes, villanos y bastardos, se persigue lo mejor, mientras se aplaude lo anodino; se censura la superación, en tanto se alaba lo vulgar; se condena la excelencia, cuando se ensalza lo mediocre.

Pueblo grande, donde los haya, el nuestro. Hacedor de la Historia; cuna de genios e ilustres ingenios; madre de héroes, arte y artistas sin parangón; testigo, activo y grande, de hazañas grandes, únicas, excelsas. ¡Pena de esjarramantas…!

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