Damos las primeras clases de este curso con un implícito sentimiento de incredulidad por estar aquí. Ese asombro en la sombra favorece las clases, que se han desprendido de mucho hollín rutinario, incluso hoy que toca reflexionar sobre las ventajas y los inconvenientes de la rutina de un horario fijo de trabajo.

Mis alumnos son unánimemente partidarios del horario muy fijo, especialmente a las horas de salida. Les alabo el gusto, y más cuando quedan veinte minutos para que toque el timbre que finaliza la última clase del turno de tarde, a las 10 menos veinticinco de la noche. Sin embargo, no me parece bien dejarles tan cómodos con su aparente conformismo horario y ya.

Les cuento que, justicia laboral aparte y derechos del trabajador a salvo, cuando el trabajo o un oficio te apasionan, dejar de trabajar puede resultar un martirio. Les cito a Juan Ramón Jiménez, que es algo que a los alumnos de Formación Profesional les suele gustar mucho, por la novedad. El autor de Platero y yo (y un recuerdo de sus infancias cruza trotando por el aula) decía: «¡Qué pereza… de dejar de trabajar!» Se ríen, como si los puntos suspensivos les hiciesen cosquillas.

«Reíd, sí, pero ahora pensad en vosotros. ¿No hay nada que os guste tanto, o una afición o un deporte, que todo el tiempo del mundo se os haga corto cuando estáis enfrascados en ello?» Sí, sí, dicen tímidamente algunos, aquí y allá (las distancias, con la pandemia, han aumentado en las aulas). Pido ejemplos y entonces, cuando estaba esperando videojuegos o redes sociales, salta la maravilla.

Un alumno cuenta que él de trabajar en el campo no se aburre nunca. Con intención pregunto: «¿No de tumbarte a la sombra de un chaparro, sino de… trabajar?» «De trabajar», replica, seguro. Otro alumno se apunta. A él su campo también le apasiona. Le da pereza, como a Juan Ramón, dice, cuando tiene que dejarlo para venir al instituto.

Alguien una vez habló de un labrador que encuentra un tesoro enterrado en un campo; y mis alumnos, tan jóvenes, ya han encontrado su tesoro. Ese amor a la tierra, tan firme, a pesar de la postmodernidad líquida, es un tesoro. El amor siempre lo es. Y lo fue para todos los que recibíamos la semilla de su ejemplo. Para luchar por algo es bueno amar lo que tenemos detrás, decía Chesterton, o mejor bajo los pies. Sonó el timbre y salimos puntales (lógicamente), pero mucho más ricos y seguros de lo que entramos.

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