Recuerdo aquel tiro sin necesidad de cerrar los ojos. Anda tatuado en un rincón de mi memoria, dibujándose ante mí de manera nítida, clara, y cristalina cada vez que mis huellas se bañan al antojo de la luz del mar.

El mar…

Ese césped encharcado donde el horizonte huele a eco de goles imposibles trazados con esperas de meriendas e impaciencias.

En aquel tiro dejé impresa mis cicatrices de plazoleta, esas que sólo se curaron a la sombra de un balón de fútbol.

En aquel tiro dejé que la imaginación volara libre. Como tiene que volar la imaginación. Sin miedo a regresar. Sin miedo a perderse.

En aquel tiro dejé que mis huesos se cosieran a mi piel de futbolista de barrio, ese que jamás fue elegido en primer lugar pero que lucía con orgullo el número 8 a sus espaldas.

Mi barrio…

Un conglomerado de suspiros que albergaba un enjambre de chiquillos que -al caer el sol-, oían el silbato de las prisas para conformar cada tarde un equipo de héroes y otro de villanos.

Juntos a ellos aprendí a conjugar el verbo ganar. Aprendí a maldecir el verbo perder, y aprendí a cortejar a una dama esférica que era de todos, y que nunca fue de nadie.

Allí jamás hubo secretos de vestuario. Ni nos hizo falta arbitro alguno. Solo necesitábamos dos trozos de piedra para que hicieran de postes. Y si no había piedras, nos apañábamos con las camisetas roídas por el tiempo.

Pero aquel tiro fue especial.

Y lo fue porque fue un golpeo seco. Despiadado. Liberador. No había portero a quién batir. Ni compañeros de fatiga. Ni siquiera escuché aplausos de asombro.

Estaba solo. Elevé mi cuerpo sobre una orilla de sal. Descalcé mis sueños de futbolista y mis pies besaron esa pelota como nunca la han besado.

Y entonces entendí lo que era la felicidad.

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