Alberto Núñez / Seoane

La triste realidad

Recuerdo ese tiempo, tan lejano, como esfuerzo cuesta a la memoria hallar el camino para encontrarlo, en el que mis padres trataban de enseñarme a intentar no sufrir más de lo preciso. Ellos, mi padre por corto trecho, exprimían sus cuidados, en aquellos días de calcetines y pantalones cortos, días de juegos infantiles, dándole patadas a una bola de papel de periódico sujeto con guita, o de perseguir a las golondrinas en la azotea de nuestra casa.

Ellos, sabían que el mundo que estaba a punto de comenzar a abrirse, para mí, guardaba más penas que alegrías. Ni querían ponerle zancadillas a mi niñez, ni deseaban tener que aliviar cada día, innecesarias, por prematuras, heridas de mi alma infantil.

Pero la vida, hermosa como lo que más, cruel más que nada e imprevisible como nada más; ni a razones atiende, ni a nadie espera; si por ella fuese, o tal vez, seguro, que por ella es, que mientras caminamos con la vista alzada y queremos mirar atrás, el vértigo del tiempo perdido nubla nuestro sentido y descompone nuestro afán.

Parte de una vida más tarde, soy yo quien me hallo en la circunstancia de aceptar lo que no puedo decidir, pero con la consciencia de la responsabilidad cierta de saberme influencia importante en la actitud futura que; quien me importa y comienza, ahora, la andadura por su existir; pueda adoptar cuando el desengaño, la pena y la desazón, abatan su joven ánimo de adolescente.

¿Cómo trasvasarle mi experiencia vivida?, ¿cómo ahorrarle tristezas innecesarias?, ¿cómo tratar de facilitarle la patente de corso que le prive de tener que sentir, sobre la suave piel de sus mejillas, la ácida humedad de lágrimas que no tiene porqué derramar?, ¿cómo ayudarle a vivir sin tener que pagar el precio que cotiza en el mercado? No lo sé y, aunque mi ignorancia no me aleje de mi intento, sí aumenta mi desespero.

Para los que no lo son, la estupidez humana, continua e inagotable, es causa de profunda frustración. Se podría decir que, como el viajero venido de un mundo avanzado -perdido en medio de una tribu ancestral, con un leguaje desconocido, sin soluciones para problemas que han dejado, tiempo atrás, de serlo para él- sufre la imposibilidad de comunicarse, de colaborar, de transmitir sus conocimientos a quien mucha falta le hace, siendo esta incapacidad la causa que acaba por desquiciar el buen gobierno de su mente; así, quien es cabal, se tiene por perdido en el vacío de un infinito universo en el que la sandez de la materia presente, anula la posibilidad de la antimateria, siempre ausente.

Es cierto que el Hombre ha evolucionado, es cierto que ha logrado alcanzar metas insospechadas, cierto es que la ciencia y la tecnología lo han colocado en el futuro, puede que antes del tiempo debido; pero nada de esto ha conseguido evitar que la atávica necedad, instalada en las básicas hélices que conforman su ADN, se haya impuesto al buen gobierno de su mente.

Es a esa infinita torpeza del hombre, como a su torcida naturaleza, a la que temo. A la que le temo, por ella.

¡Si pudiese hacerle comprender que no quiero vivir por ella!, que, muy al contrario, sólo ansío que sea ella la que vea, lo que yo ya vi, por mí ¡Si me fuese permitido volcar la experiencia de la que aprendí, en su joven e inexperto corazón! Si pudiera…

Sombrío preocupar es el que invade mi sentir cuando he de contemplar, sin poder intervenir, el comienzo de esa travesía en la que el marinero y la mar, se alejarán de mi ¡Buen viento te acompañe!, hija querida, que la galerna te respete y tu razón se cuide de no dejar el rumbo que te permita a buen puerto arribar "¡E la nave, va…", es la triste realidad.

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