El caso del avión que se incendió en Rusia y el infarto a Iker Casillas, son ejemplos de cómo la vida puede cambiar sin esperarlo. Cuando ocurren estos acontecimientos pienso en las calles donde terminan las ciudades. Es en las últimas calles donde las grandes urbes silencian su bullicio para dar paso a una especie de recogimiento, casi de duelo, que define aquellas situaciones donde la vuelta atrás es una ruta prohibida. Son una especie de cementerio donde puede yacer una amistad, una pasión, un trabajo, una buena salud, unas creencias y hasta una filosofía de vida. Son calles desnudas a las que nadie les cubre la espalda con un chal para preservarlas del frío. En ellas es donde los poetas escriben siempre sus últimos versos, aquellos que hablan de la traición y de la pérdida. No hay amante que no haya experimentado el desgarro de caminar sobre un asfalto que ha convertido sus ilusiones en charcos inmundos donde los gatos, errantes de la noche, se reúnen para maullar. Recorrer la última calle es adentrarse en un mundo donde todo lo que se puede ofrecer es el recuerdo de lo vivido dentro de la ciudad. Es en esa calle donde la lluvia solloza porque ya no hay enamorados que deambulen bajo grandes paraguas negros. Ahí las ventanas están amordazadas, los portales cerrados y las esperanzas más sordas que una tapia. Es en esas periferias donde desde los tejados grises descienden el desaliento y el olvido.

Es en la última calle donde el viajante susurra un no me olvides, donde el ladrón respira a salvo y donde las tuertas farolas dibujan con su penumbra las siluetas de los que se han quedado solos. Son calles sin nombre donde los fantasmas acampan a sus anchas y donde la ausencia de risas asesina la memoria del eco.

Pero es también, en la última calle, donde surge una carretera para los que pueden continuar con sus vidas hasta encontrar la primera calle de otra ciudad. Una primera calle que, indiscreta, flirtea con el recién llegado y le atrapa entre promesa y promesa.

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