En tránsito
Eduardo Jordá
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NO hay que ser un experto en la materia para saber que las vacas -desde que a un faraón le dio por soñar con ellas- se dividen en dos grandes familias: las vacas flacas y las vacas gordas. Si ya en la Biblia a estas pesadillas agropecuarias se les dio una interpretación en términos mercantiles, no nos debe extrañar que incluso hoy el lenguaje de la Economía, tan dado al contorsionismo literario, se empeñe en emplear esta metáfora cuando toca explicar una crisis cualquiera.
De hablar de vacas flacas estamos empezando a cansarnos ya. Y es natural que así ocurra, porque a nuestro país (cuyo único sector en alza es el de la mendicidad) hace tiempo que empezaron a notársele las costillas. Si los sueldos bajan, los despidos se multiplican, los medicamentos se encarecen, las facturas se disparatan, la Educación muestra síntomas de raquitismo y encender la estufa empieza a considerarse un acto exhibicionista, todo invita a pensar que a la situación económica actual el calificativo que mejor le encaja es el de anoréxica.
Pero no todo iban a ser flaquezas. Un país de contrastes como es España cada vez se parece más a esos mendigos que, cuando sonríen, dejan entrever algún diente de oro. Para dar fe ahí tenemos, conviviendo con la clientela que abarrota los comedores sociales, unas administraciones públicas que, sin estar atravesando su mejor momento, tampoco renuncian a disfrutar de cierto esplendor egipcio. El entramado institucional que representa a los ciudadanos es tan enmarañado que uno no sabe muy bien a qué negociado dirigirse cuando tiene que resolver alguna papeleta. Desde la Casa Real hasta el último ayuntamiento, son tantas las diputaciones, consejerías, mancomunidades, cámaras altas, bajas y medianas que se dedican a gestionar nuestro patrimonio, que para dar con la tecla hace falta más suerte que puntería.
Es reconfortante saber que no todo son apreturas y que, por ejemplo, la Diputación de Orense se puede lucir contratando cincuenta porteros para custodiar dos o tres puertas. Es prácticamente un milagro que en Andalucía, donde es más fácil encontrar diamantes que encontrar trabajo, nos podamos permitir los lujos de un sultán y mantengamos empresas públicas, como la Agencia Andaluza del Conocimiento, cuya utilidad podría valer para iniciarse en el esoterismo. Y es que en una situación como la que atravesamos, estos organismos vienen a servir lo mismo que serviría un piano de cola a alguien que acaba de perder los dos brazos.
Pero es inevitable. Las administraciones públicas, cuando se miran al espejo, no se ven gordas jamás. Igual que esa gente que se encuentra esbelta siempre, aunque le cueste embutir sus lorzas en unos pantalones, nuestras administraciones, estando fofas, se ven la mar de monas. Eso sí, cuando toca juzgar a las que son de otro color político, las miran con recelo, ponen cara de asco y se preguntan si no les da vergüenza ir por la vida con esas pintas de vacaburra.
Es lo que tiene vivir en un país con vocación de patio de vecinos.
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