Tierra de Nadie

Alberto Núñez Seoane

Una vacuna contra la estupidez

¿Se imaginan…? ¡Una vacuna contra la estupidez humana! En estos días aciagos, mientras esperamos la llegada de una vacuna que nos saque del pozo en el que entre todos nos hemos metido, hemos de llorar la marcha de personas que ya no están. Todas, a las que me ahora me refiero, murieron a causa del virus, pero unas lo hicieron porque, tal vez, llegó su momento; otras, por falta de medios o carencia de cualesquiera de los recursos necesarios para prestarles la atención debida; algunas -siempre serán demasiadas- por dejadez, error o confusión de quienes velaban por sus vidas; y otras lo hicieron por causa de su estupidez.

Sí, hasta para abrir esa puerta por la que no se puede volver a cruzar, hay estúpidos. Todos, antes o después, llegaremos frente a ella y todos, a nuestro pesar, habremos de girar la manecilla para abrirla. Volveremos la mirada, una última vez, y sabremos que lo que sigue existiendo al otro lado, las personas de las que nos estaremos separando, todo lo que dejamos atrás, nunca volverá a ser para nosotros. Es, como el de cualquier ser vivo, nuestro destino; pero que inevitablemente lo sea, no quiere decir que haya que “cumplir” con él cuándo nuestra hora aún no es.

Enrolados en La “I STULTUM LEGIO” –“Legión I de Estúpidos”- están todos los que creen que “lo del virus” es algo que les pasa a los demás: se contagian los demás, enferman los demás, mueren los demás… Ellos, no. En la segunda agrupación de necios se agolpan los que piensan que la desgracia que nos asola es una simple “gripe”, que “no pasa nada…”. Luego, están los negacionistas; estos, no son estúpidos, son la estupidez misma.

El problema con estas legiones de mentecatos irracionales es el daño que infringen. No hay que desearle mal a nadie, pero opino que les vendría muy bien un buen susto, capaz de “ponerlos firmes” y situarlos en la circunstancia debida. Sus majaderías e insensateces matan.

La estupidez es la peor de las plagas que azotan a la Humanidad; sin lugar a duda, compromete, como ninguna otra, nuestra sostenibilidad como especie. Sin vacuna que nos libre de ella, no hay forma, asequible a nuestras posibilidades, que nos pueda mantener al margen de sus devastadoras consecuencias.

El estúpido no sabe que lo es. Se piensa “hábil”, cuando no es más que un torpe redomado; se cree “ocurrente”, aunque la realidad le grite que sólo es un pobre imbécil; se tiene por “espabilado”, mientras las consecuencias de su supina sandez lo sitúan como un mamarracho impenitente, un bobo inmaculado o un simple y vulgar tonto del haba.

Uno de los requisitos para ser un auténtico estúpido es el de contar con un cierto grado de egocentrismo: si uno dejase de mirar a su ombligo cada dos por tres, está claro que no cometería las memeces propias de esa condición; se percataría de que hay otros muchísimos ombligos como el suyo, incluso más bonitos que el suyo. Al centrar su minúscula existencia sólo en lo que a él le parece digno de ser tenido en cuenta -algo que coincide en todos los casos con lo que a él le acontece, afecta o importa-, el estúpido es un peligro continuo y siempre inminente: uno nunca sabe cuando va a dejarse llevar por la insolencia que le caracteriza, dar rienda suelta a cualquiera de sus memeces, protagonizar mezquindades en nombre de la más peregrina causa que se le ocurra, o pretender moldear los acontecimientos a la conveniencia con la que haya confundido la inteligencia.

La estupidez es contagiosa, muy contagiosa. Si uno no cuenta con un mínimo de personalidad y cultura, algo de sentido común y prudencia, y las neuronas imprescindibles para albergar una decorosa inteligencia; la posibilidad de caer infectado, dada la cuantiosa población -y aumentando- que la padece, es muy elevada.La intensidad con la que la estupidez infesta a un determinado individuo varía de acuerdo con tres circunstancias: el número de estúpidos del que se rodea cada día, la tasa de estupidez irreversible con la que estos están poseídos, y el tiempo que pasa escuchándolos o intentando hacerles entrar en razón.

Lo cierto es que la situación nos supera: son demasiados, demasiado infectados, y en exceso convencidos de lo “especiales” que son. Sólo la llegada de una vacuna que inmunice a los todavía sanos, evite la propagación masiva de la estupidez acumulada en los amplios contingentes humanos que la “atesoran” y redima, aunque sólo fuese en parte, a los necios que, idiotizados en la suya, presumen de lo que carecen, podría obrar el milagro de salvarnos de una plaga tan vieja como el Hombre, tan actual como la vanidad que le caracteriza y con un futuro inexorablemente esplendido.

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