A veces veo veganos

Los japoneses y los chinos, con delicadeza oriental, han querido ocultar toda huella de violencia en la mesa

Cada vez más a menudo converso con veganos. A mí no me importa ni que intenten convencerme, siempre y cuando no se pongan violentos, y me distrae oír sus razones, y me encanta que existan. Quizá, gracias a la ley de la oferta y la demanda, consigan abaratar el chuletón de buey, por ejemplo.

Lo que no terminan ellos de creerse es que yo les entiendo profundamente. Matar a un animal para comérselo es algo muy salvaje o algo muy sacro. Parece que no hay término medio, pero ellos sí están en el término medio -y yo se lo aplaudo-. Ciertamente la naturaleza no se anda con remilgos y no es vegana, atada y bien atada a su cadena trófica. Pero es que la madre Naturaleza es muy madrastra… si se la juzga en términos sentimentales. Los veganos, paradójicamente, rechazan entrar en el juego, demostrando que están por encima de la naturaleza con la que tanto anhelan fundirse.

La otra opción, que es la mía, consiste en bendecir la mesa. Ser bien consciente de que cuando uno come está realizando un rito: el del sacrificio: el de la muerte que da la vida. Por eso el sacramental de la bendición de la mesa es de primera necesidad y por eso hay que comer con una íntima gravedad, compatible con el placer, el gusto, la conversación y la alegría, pero sin olvidar lo serio que es y los compromisos que conlleva. Los japoneses y los chinos, con delicadeza oriental, han querido ocultar toda huella de violencia en la mesa y por eso no usan ni cuchillos ni tenedores, y hasta entornan la luz. Los occidentales, no, porque queremos ser conscientes de lo que pasa y pasó, pero bendecimos y tenemos (¿o teníamos?) ritos, ceremonias, composturas y reverencias. En realidad, nos sentamos como Gloria Fuertes cuando escribía poesía: «Aquí ahora sentada/ arrodillada al aire/ -dando gracias-». Y para los momentos de duda, ese pasaje impagable del Nuevo Testamento en que una voz dice a Pedro en sueños: «Mata y come», no sólo por el cerdo, sino por todo, para que jamás sacrifiquemos el sacrificio.

Así que los veganos han de saber que comprendo su coherencia y la admiro, aunque sé que pedirles que entiendan la mía es demasiado teológico, antropológico y metafísico. Por si alguno atisba estas razones y quiere comer carne de nuevo le diré que, además de la bendición del principio, hay que acabar dando gracias: «Te damos gracias, Señor,/ por estos alimentos:/ que les rindamos honor/ estando siempre contentos».

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