LA solución está en privatizar. Para esta pejiguera que supone el independentismo ya solo queda una salida airosa: que Cataluña deje de ser de titularidad pública. Nadie se ha atrevido aún pero respiraremos aliviados el día que pase a manos privadas, ya sea convirtiéndose en sociedad anónima deportiva –como el Club Esportiu Mataró– o transformándose en peña, en casino o, ya puestos a soñar, en la mayor superficie comercial de la península (con lo cual, aparte de resolver el problema territorial en España, ofrecería a sus clientes unas magníficas instalaciones donde pasar los fines de semanas en familia, con cines, cafeterías y aparcamiento fácil.)

Aunque el deterioro institucional sea notable y el ambiente en la calle un poco puñetero, tampoco creo que fuera a ocurrir como en la subasta de aquel aeropuerto por el que se acabó pagando una ridiculez simbólica. Sin hacer castillos en el aire, pienso que por Cataluña podrían ofrecer incluso millones, pues el lote no solo incluiría playas, museos y parques con fuentes de mármol, sino que a eso habría que sumar amplias zonas edificables, pasos fronterizos de incalculable valor y una estatua de Colón en perfecto estado, que se podría colocar en la entrada.

Si ya dejó de ser estatal la Compañía Telefónica sin que se acabara el mundo, ¿por qué vamos a tener que seguir manteniendo con nuestros impuestos instituciones tan mostrencas como la Generalitat? Si lo agradecieran, a lo mejor valdría la pena el esfuerzo, pero para que encima nos pidan enfurruñados que les dejemos en paz, casi mejor ponemos el cartel de “SE VENDE”.

En esa Cataluña privatizada muchos de los problemas actuales dejarían de serlo. El engorro de tener que compartir la riqueza con otras regiones menos desarrolladas desaparecería y no tendrían ya que andar quejándose de lo que les roba España. La molestia de verse invadida por gente inferior cesaría también al quedar reservado el derecho de admisión. Y la presencia de esas otras fuerzas de ocupación que llevan uniforme acabaría igualmente, gracias a la contratación de una vigilancia privada, que sale más barata.Convertida al fin en un potente grupo de empresas, Cataluña dejaría de tener los problemas diplomáticos que ahora tiene. Al transformarse las sedes parlamentarias en hoteles y restaurantes, se podrían retirar esas banderas que les estorban por vallas publicitarias de cerveza, o por carteles con el menú del día, y así, aparte de no herir sensibilidades nacionalistas, se informaría de los guisos que hay para comer.

Alguien podría pensar que con esto se desbarata el orden constitucional o el estado del bienestar, pero yo no le veo más que ventajas. Financiados por las principales marcas de moda o de alimentación, la sanidad iba a ser bastante más divertida que ahora, los servicios básicos iban a tener colores más alegres y en los colegios, ya por fin, se iba a poder decir sin miedo que Colón –el de la estatua– era natural de Granollers, o de Manlleu, y que bebía cocacola. O pepsi. Según quien se encargara ese año de patrocinar la enseñanza.

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