Alberto Núñez Seoane

Otra vez tú

07 de febrero 2022 - 05:05

TE empeñaste en que te conociera… demasiado pronto: no tenías por qué. Tal fue tu empecinamiento, que tu intromisión, no consentida, en mi vida, a más de temprana, fue injuriosa, despectiva, lacerante... No me pediste permiso, ni tan siquiera te hiciste anunciar: ¿por qué?

Sabedora que te mueves en pozos sin fondo, sin muros ni techos… tampoco; alardeas, sí, de lo ilimitado de tus potencias, ¡no hacía falta…! No hace falta, sé lo que puedes, sé de lo que haces… ¡No me lo demuestres más!

Cuando llegas es cuando se van, cuando terminaremos por irnos, todos. Hueles a frío intemporal, un frío que nos quema en la melancolía... Asomas a un vértigo que asusta: no alcanzamos a vislumbrar el fondo del abismo al que nos invitas, ese en el que te solazas y tan cómoda te desenvuelves, en el que sabes aguardar con paciencia gélida, ese desde el que vienes a llenar de vacío el sentir de los que no te esperamos, de los que no queremos tener que llegar a esperarte ¿No percibes el rechazo, no intuyes el desprecio? Nadie te quiere aquí, ¡ve… y no vuelvas nunca! ¿ve, enrédate en las tinieblas de las que no debieras poder escapar…!, ¡Vete!

La madre Naturaleza duele. Somos el resultado de una conjunción de circunstancias, puede que alguna, en la Fe de los que la tienen, haya que escribirla con mayúscula. Predicaban y creían, los estoicos, en que, al igual que se produce la conjugación mágica que da origen a la vida, estamos destinados a disolvernos en la sustancia primigenia que nos hizo ser. Es una manera, asumible o no, de aceptar lo que sabemos inevitable, pero… ¿siempre tan pronto…? ¡No! Te niego el derecho, que me quitas, a disponer de los tiempos de los que fueron respetados, queridos, amados… Igual me da que desprecies mis reclamos: ¡te niego!

Han ido siendo tantos… tantas parte de mi vida como mi vida misma … Papá…, y… demasiados otros, de casa y fuera de ella: amigos, compañeros, personas a las que quise a través del amor de otros…¡tantos…!, ahora, otro más, que no es uno más, como no lo fue ninguno ¿No tienes suficiente? ¡Detén tu carrera enloquecida, cesa en tu ansia desbocada!, déjanos con los que amamos, ¡no tienes derecho!, no, no lo tienes.

La desolación ampara tus llegadas, nos amortajas en una nada que nos separa del ser, vuelves del revés la sonrisa inocente de un chaval, atenazas, sin piedad, el corazón del adolescente, martilleas el pensar de los hombres, cuando los hombres no queremos pensar; arrancas la esperanza de una madre, destrozas el anhelo de un padre, cortas, de raíz, la ilusión de los que tienen por futuro la ilusión … ¡Basta ya!

Es, siempre, un golpe seco, una sacudida brutal. No importa el cómo: cuando tu guadaña llena de vacío, cae… todo cae con ella. Su filo, sin sangre ni corazón, sin piedad ni concesión, corta, rasga, separa… todo, todo lo vuelve gris, afligido y hueco, lúgubre y ciego...

No, no hay tiempo suficiente, ni capaz, para olvidarte, ni consuelo que pueda con lo que sepultaste. En vano busque la conciencia una esperanza en la que ocultarse; el arrastrar de tu negra capa, gélida y húmeda y otra vez negra y cargada de soledades impensables, de llantos sin consuelo, de penas sin fin, de sueños queriendo hacer de la realidad uno de ellos; arrastra nuestra desolación pariendo ausencias en las que tornó los mañanas de los que dejaste sin presente.

Deja, de una vez maldita, que lleguemos y nos vallamos, sin terminar nunca de irnos; deja que sigamos habitando y queriendo y a los que compartimos y quisimos; deja que sigan “siendo”, no los arrojes al “fueron” en el que nos negamos a abandonarlos; deja que elijamos la nube en la que descanse su recuerdo, para que sigan presentes, no dejaremos que caigan en el olvido de los que no los conocieron: que no se diluyan los que fueron para los que vengan dos, o tres, generaciones después y que aún no son; que no se abran nunca más tumbas, enterradas bajo espinas que la memoria se niega a cortar… Deja, por favor, que sigan, que sigamos, siendo cuando ya no somos.

Muchas veces hemos hablado, tú y yo. Antes de conocerte, te oía sin escucharte: no sabía quién eras. Tras presentarte, después de perseguirme sin tregua, hasta dar conmigo, comencé entonces a prestar atención a lo que me susurrabas. En algún momento, incluso llegué a pensar en seguirte el juego: conocerte, tratar de hacerme tu amigo; tal vez así lograría un poco de consideración por tu parte, puede que te convenciese para mantenerte alejada de mí… Me imagino, ahora, lo mucho que te divertirías, lo que reirías a costa de mi estúpida y pueril inocente esperanza…

Me dejaste creer en la posibilidad de lo imposible, pero no hay sentimiento por encima de ti: nunca me lo dijiste. Con cuidado de no tropezar, de no hacer ruido, para no regresar de lo que no quise pensar fuese un sueño, anduve, vacilante y temeroso, a tu sombra, hasta que tu cruel antojo se cansó de engañar mi esperanza. Entonces, el golpe fue inhumano. Y lo fue, no porque causase mayor dolor que en el de tu presentación me infligiste, sino porque, de una vez y por todas, vi con claridad lo irremediable de tu destino, o mejor: lo inevitable del encadenado abrazo, despiadado y feroz, con el que amarras nuestro destino al tuyo: sádico, a la vez que insensible; pervertido por inconmovible, y brutal... por el poder causar tanto dolor y seguir siendo capaz de continuar haciéndolo, sin inmutarte.

Sí… tú otra vez. Siento que vienes para decirme que estás, que siempre vas a estar. Me rompe, saber que no voy a dejar de saber de ti, ni siquiera cuando no vengas y, sin decirme, toques mi hombro… para decirme; ni siquiera entonces, entonces me harás estar sin estar, entonces seré parte de lo que tú eres: una nada que asusta lo que fuimos. Lo supe desde que te conocí, desde que inoculaste un vacío en mi consciencia aquel 18 de septiembre, demoledor para mí, triunfal para ti. Sí, otra vez tú, y otra, y otra más…

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