El lanzador de cuchillos

Un vikingo en el Metropolitano

La muerte no se conformó con noquearlo: se permitió también la chulería de elegir el asalto

Con cuatro años, el pequeño David correteaba por la redacción del diario Pueblo, donde su padre, abogado del periódico, a duras penas conseguía embridar el instinto asesino de aquella cuadrilla de talentosos salteadores de exclusivas. No ha de resultar extraño, pues, que al llegar a la edad universitaria, el joven Gistau se matriculase en la Facultad de Periodismo y menos aún que jamás pisase una clase -qué necesidad hay de carreras cuando de niño has jugado al pilla-pilla entre el tableteo de las Olivettis de Yale, Raúl del Pozo o Carmen Rigalt-. El oficio lo llevaba en la sangre, pero no acababa de centrarse, y su madre le pidió a un amigo de la familia que le buscase un hueco en una revista que editaba la Renfe, donde, con apenas veinte años, se chupó unos viajes cojonudos, de los que entregaba unas crónicas personalísimas que enseguida llamaron la atención. Al columnismo llegó muy pronto, gozando desde el principio de una libertad inusual, que puso al servicio de su ingenio, como explica David Lema en la introducción de El Penúltimo Negroni, la antología que ha publicado Debate en el aniversario de la muerte del periodista y que contiene algunos de sus textos más representativos. Pero Gistau, español afrancesado, progre de derechas, vikingo de aspecto y por devoción futbolera, amante de la Historia, el hard rock, las Harleys y las series de la mafia era, sobre todo, un apasionado del boxeo, ese arte de quitarse a golpes el hambre, a decir del maestro Alcántara. L'enfant no tan terrible de la prensa española, que compartía con su cuate Garci la nostalgia de lo no vivido, lo que hubiera querido es ser el Mailer que escribió la crónica del combate entre Foreman y Alí en pleno corazón de las tinieblas. O un escritor americano de los que frecuentaban el Madison Square Garden durante los años en blanco y negro del siglo pasado, cuando en las primeras filas había que taparse con un periódico para que no te salpicase la sangre. En los últimos tiempos había vuelto a entrenar, en el Metropolitano, de la mano de Jero García. Y fue después de una sesión de guanteo cuando el destino lo mandó a la lona; una legión de amigos y admiradores contuvo la respiración mientras se consumía, fatalmente, la cuenta de protección. Le daba miedo morir de forma prematura, fallarle a sus hijos, aún pequeños, como su padre le había fallado a él, convirtiéndole en un adolescente peleado con el mundo. Pero la muerte, arrogante como su idolatrado Alí, no se conformó con noquearlo: se permitió también la chulería de elegir el asalto.

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