Tribuna Libre

Salvador Gutiérrez Galván

Violencia de género en una sociedad hipócrita

De camino a Martín de la Jara (Sevilla) escuchaba por la radio múltiples análisis y comentarios sobre el fatal desenlace de la joven Rocío Caíz. Sólo diecisiete años; un bebé de cuatro meses. Estremecedor. Deambulé por el pueblo, hablé con su madre. Después viaje a Estepa para cubrir la reconstrucción de los hechos en el domicilio del autor confeso.

De regreso a casa, otra vez en coche, los principales canales de radio volvían a informar y opinar sobre lo sucedido. Y hay como dos facciones establecidas a la hora de arbitrar la violencia de género. Los que sostienen que se tiene que seguir trabajando en igualdad y los que anuncian que la raíz se debe localizar en la educación y los valores. Y, una vez más, ahí queda todo. Un dictamen que ya suena a barrera inaccesible, sin que nadie se atreva a franquear. Educación y valores; estoy de acuerdo.

Pero, ¿qué educación?, ¿qué valores? Me sumo a la segunda corriente. Defendiendo a los que consideran que la violencia de género, como otras, hay que atajarla a largo plazo, si bien se debe actuar con todo el abanico legal, y mejorable. Pero a la hora de observar los múltiples modelos educativos sociales conviene hurgar con precisión, despojarnos de ideologías y hablar claro y alto sobre las causas del problema. (Una señora advertía en uno de esos programas que muchos padres se convierten hoy en meros espectadores de la trayectoria de sus hijos, hasta que es demasiado tarde. No le faltaba razón).

Me pregunto qué efecto causa en la sociedad ver a una presentadora de televisión alegando aquello de “si te maltratan, denuncia, no te calles”. De forma hipócrita, la misma cadena es capaz de ofrecer posteriormente en prime time un espacio donde se veja y ofende a la mujer, usando el inmemorial arte del cortejo del modo más burdo y grosero. Es ya casi políticamente incorrecto corregir las normas igualitarias impuestas para exclamar su inutilidad mientras no focalicemos el asunto en la verdadera educación y en los problemas reales de los jóvenes de hoy. ¿Cuáles son los referentes sociales que estamos ofreciendo? ¿Qué campañas educativas debemos promover? ¿Sirven de algo las actuales políticas?

De pequeño, recuerdo, me gustaba ver jugar a Emilio Butragueño y, cuando lo conocí en persona, me explicó lo duro que fue jugar al fútbol y sacarse a la vez la carrera de Económicas. Traigo como jalón este menguado ejemplo para comparar generaciones y analizar lo andado en los últimos treinta años. Pero hay más. Me comentaba un alto responsable de psicopedagogía a nivel nacional que ahora un setenta por ciento de niños con edades comprendidas entre los diez y los doce años ha visto, de algún modo, algo de pornografía (si no ha sido en su móvil, en el de un amigo o incluso en el de los padres).

Podemos imaginar cuál es la percepción que tienen muchos chavales de una relación sexual si lo primero que advierten en imágenes es la dominación sexual que ofrece la pornografía. ¿Cómo es posible que no haya existido en estas tres décadas una legislación activa en defensa del menor para alejarle, al menos hasta la mayoría de edad, de estos peligrosos aparatos? ¿Cómo hemos podido propagar a la humanidad, sin controles de ningún tipo, el precipicio abismal y oscuro al que nos puede llevar internet y todas sus derivadas?

El mundo Tik Tok y otras redes brindan un escaparate virtual y efímero que suplanta la aceptación personal y que trastoca el medio en casi un fin, de tal modo que la relación personal queda tan en entredicho que al aceptarla finalmente muchos descienden al infierno de la ofuscación, y de ahí al mal. Los denominados nativos digitales están desamparados de leyes, mientras los inmigrantes

digitales podemos llegar a oler el tufillo de todo esto. ¿Qué se hace para ayudarles? ¿Qué campaña promueve hoy el uso correcto de móviles entre padres? Es más, ¿qué padres tratan de no utilizar estos teléfonos ante sus hijos? Existe una desprotección absoluta sobre el tema, a mi entender, foco también de anomalías posteriores.

Observo con desánimo en esta sociedad una degeneración de principios para los que no hay campañas televisivas eficaces. Padres que se insultan con absoluta normalidad delante de sus hijos. Hijos que ahondan en la necesidad de sus derechos para reclamar una “libertad” transformada ya en libertinaje. ¿Dónde están estas campañas?

¿Quién se atreve a salir a la palestra para defender que conviene resaltar la memoria amable entre cónyuges? (No me imagino una campaña televisiva así; “No discutas delante de tu hijo. Él es una esponja”). No me imagino tampoco una campaña que resalte los valores del respeto entre la pareja. Mucho menos una que destaque el sacrificio, la disciplina o el esfuerzo. Porque ahora todo es un pandemónium de los/las/les/lis que, como se sigue viendo, no sirve para avanzar como sociedad. Pero recordar y promocionar las auténticas bondades que forman a la persona ni está de moda ni es progresista y, a muchos, suena a rancio.

Los jóvenes, y no tan jóvenes, vulgarizan sus cuerpos con pinturas triviales, sin reparar ni en el sentido ni en la introspección de su significado, mostrando una capa de belleza incomprendida que esconde complejos, pero reflecta modelos estigmatizados. Y como observador, advierto con tristeza demasiados grupos sociales atrapados ya por la seductora luz de esta ilusoria ola de bajeza moral que nos engulle. Porque el derecho que tantos solicitaban se ha convertido ya en excusa para el fracaso. Ya no conviene pensar, ni discernir, ni siquiera elegir. Y la calle ofrece miedo, no sólo ya a ellas; a nosotros también. Sólo hay que dar un paseo por ellas y observar. Nuestros mayores ni siquiera se echan ya las manos a la cabeza. ¡Qué lástima!

Al final, como dice un buen amigo, todo es mucho más sencillo. Sólo hay que mirar atrás y contemplar con ternura la educación de los que dijeron NO al encanto llevadero de la fruición. Aquellos padres ya nos advirtieron que todo lo que suele gustar no suele ser bueno y que el sacrificio y la lucha (esto es la siembra) tienen resultados; o, al menos, moldea a la persona. Tenerlo todo, tan pronto y tan al alcance nunca fue bueno, ni ayer ni hoy.

Me niego a ceder a la hipocresía del momento. Me niego a claudicar con teorías malogradas. Hace falta valor, coraje y mucha determinación para poner el cascabel al gato y comenzar a trabajar, aunque sea tarde, en aquello que degenera en violencia de género, machista, generalizada o como la quieran llamar. Y queramos o no todos sabemos cómo se puede empezar; como las casas, desde abajo. Y los niños, desde pequeños.

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