Este año tocaba. Ahora no sabría decir con cuánta frecuencia salta la noticia de una epidemia espantosa. Puede que sean los años bisiestos, o los múltiplos de cinco -no estoy seguro-, pero lo cierto es que llevábamos ya una temporada sin que una plaga en condiciones nos metiera el miedo en el cuerpo a los que tenemos la particularidad de seguir vivos. La última quizás fuera el ébola. O tal vez la gripe aviar. ¿O fue el anisakis? No caigo ahora, pero sí que recuerdo que desde entonces me tengo que santiguar cada vez que veo en el mostrador de un bar boquerones en vinagre.

La epidemia que ha tocado retransmitir en directo esta temporada quizás no esté resultando tan entretenida como el mal de las vacas locas, que fue sin duda apasionante. En principio, el corona-virus (que así se llama lo último en epidemias) no presenta síntomas espectaculares. Tampoco parece que sea especialmente letal. Sin embargo, está siendo un gran éxito en todas las televisiones, que casi no hablan de otra cosa y nos está dando un respiro a los que tenemos que escribir en los periódicos sobre algo de actualidad y no nos atrevemos a hacerlo del Gobierno.

Es difícil figurarse quién será el que decide promover estas campañas para sembrar el terror entre la gente pero, desde luego, hay que felicitarle, puesto que mucha de esa gente está tan ocupada que no tiene tiempo de ir al cine y gracias a estas noticias siniestras se puede desquitar y sentir los mismos escalofríos que sentiría con una película de zombis tambaleantes.

Bien es verdad que, frente a otros males más peligrosos, como la gripe común o la hepatitis, esto del corona-virus deja mucho que desear. Pero en su favor hay que reconocer que tiene elementos pintorescos de gran impacto entre la audiencia. Para empezar, viene de China, lo cual aporta un aroma exótico de gran efecto, pues permite decir a los presentadores que la enfermedad se propagó a través de los murciélagos que meriendan allí los niños o -ya puestos a aventurar hipótesis-, que es por culpa de las serpientes que suelen poner de aperitivo antes de servir el perro confitado con setas agridulces.

Al ser enfermedad de poco fuste, el toque de suspense se consigue dejando caer que, aunque usted no tenga planeado viajar a China próximamente, tampoco se tiene que confiar, ya que los chinos pueden venir aquí en calidad de turistas y contagiarle la enfermedad sin dejar de hacer fotos. Y si no, también causa gran impacto sugerir que el contagio puede llegar gracias al propietario de ese bazar chino donde usted compra los ceniceros, o por culpa del perro pequinés de la vecina.

Con todo, lo que más se agradece de esta campaña de intimidación a domicilio no es la emoción que está poniendo en nuestras vidas. Lo mejor es que, gracias a esta enfermedad que no causa más muertes en el mundo que las mordeduras de tiburón o la caída de cocos de los árboles, nos olvidamos por un rato de todos esos fines del mundo que nos anuncian y que ya ni caben en los telediarios.

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