Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Hasta la vista, Javier

Hay algo de orfandad al saber de la muerte de un escritor que fue de cabecera

Uno repara en la verdadera medida del paso del tiempo cuando alguien que, sin ser uno de tus padres o, mucho más terrible, un hijo, tampoco un amor, te ha acompañado de alguna manera a lo largo de muchos años sin haberlo tú conocido personalmente. Creo que para cualquier persona con el hábito de leer -aunque sea de forma discontinua, con periodos de barbecho-, el caso de un escritor de pronto difunto responde a esa sensación de sorpresa por el descubrimiento de la fugacidad de la vida, por un dolor que, aunque no sea lacerante, sí te pone de cara la ausencia ya para siempre de ese ser entre la bruma que te transportó en hojas escritas a situaciones, lugares y sentimientos que te son ajenos sólo hasta que los conoces de su mano. Al saber de su fallecimiento, caes en que nunca más leerás su última novela o su última columna, salvo que por última entendemos la que cerró su obra para siempre jamás. Esa que probablemente leíste hace no muchos años, puede que dos.

A lo largo de la silente existencia común que un lector crea con sus escritores, a los que frecuentaste de forma más o menos fidelidad o incondicionalidad, los amores apasionados y las decepciones se suceden. Como pasa en los amores que sí se tocan y hasta duermen juntos, el compromiso se resiente con la corrosión que puede ocasionar la costumbre, y pocas serán las parejas que -bien puede que calladamente- no hayan deseado que pasara de ellas el cáliz del amor eterno. Sucede algo parecido con esos autores de cabecera, cuyas ocurrencia, técnica y destreza fluyendo en una sucesión de párrafos y páginas de un nuevo libro te sorprenden apestando a consabidos, a vanidosos, a pedantes, o, lo peor, a mortalmente aburridos. Como cuando, un día desavisado, te repele el olor de la piel de quien hasta ese día te producía turbación y te hacía pesante el respiro.

No he leído todo de Javier Marías. Hará unos cinco años que lo abandoné, sin mayor motivo, y sin que él tuviera la menor idea, claro está: nunca lo vi con su pitillo por la calle o en una sala de conferencias; sí en la tele, aunque no se prodigaba nada. Hace unos meses, este mismo año, volví a leerlo porque un fin de semana, en la estantería de una casa ajena, no vi otra cosa que me interesara más que Berta Isla. En silencio, quejoso a veces, pero hasta las tantas dos noches, me la zampé a todo lo larga que es. No me queda sino hacerme con todo lo que de él no leí; quizá a usted le pase igual. Y desearle que la tierra le sea leve... si es que eso es desear, y no es solo pura magia de extraño huérfano.

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