Andalucía ha echado el resto en la edición de la Feria Internacional de Turismo (Fitur) que se clausura hoy en Madrid y en la que ha invertido más de 2 millones de euros para promocionar sus productos en competición con los destinos de 131 países del mundo. En el Gobierno andaluz se respira una indisimulada sensación de euforia al apreciar que la comunidad se halla en condiciones de competir en cualquier segmento de la oferta. El presidente andaluz incluso recogía el premio Fitur LGTBIQ+ 2023 por el compromiso turístico con esta parte de la población. Todas las predicciones de la Administración autonómica señalan que estamos ante un año récord en el que se puede alcanzar la cifra histórica de 33 millones de visitantes, medio millón más que la cota que se alcanzó en 2019. Entonces el turismo representaba más de un 13% del PIB andaluz y la industria mantenía ocupados a 424.000 trabajadores, un 13% del total. Pero pese a que el discurso sea todavía el de las cifras récord y la defensa de que hay margen para tocar techo, sería bueno comenzar a ensalzar otro tipo de parámetros ajenos a la búsqueda de este crecimiento. La propia sostenibilidad de la que tanto se habla estará en riesgo si se aprecian signos de saturación en determinadas zonas, como por ejemplo algunas costeras. Es cierto que en el corto plazo es necesario recuperar ese 20% de los visitantes extranjeros perdidos durante la pandemia. Pero también que las cifras oficiales hasta octubre arrojaban un mayor gasto que en 2019 pese a su menor número. Cuando se logre que ese diferencial se anote en el valor añadido de la calidad en vez de la inflación estaremos en el camino correcto. También que el viajero nacional ha sido el que ha sostenido al sector estos dos años. Ahora, una vez aparentemente superada la pandemia, su fidelización será más complicada. Pero es inexcusable que en este periodo de bonanza se aborde el futuro de este motor crucial para Andalucía.