Tribuna

Javier gonzález-cotta

Editor de la revista Mercurio

Abel ya no vive aquí

El cainismo español vino para quedarse. El cuadro de los abrazos de Juan Genovés nos parece ya de un soserío absoluto. Nos excita más el duelo de Goya a garrotazos

Abel ya no vive aquí Abel ya no vive aquí

Abel ya no vive aquí / rosell

Mientras escribo estas líneas, de fondo me llega la fúnebre monodia de Santiago Abascal en las Cortes, mientras va citando, uno por uno, los nombres de los centenares de víctimas de ETA. Admítase el golpe de efecto. No está de más traer al presente el rosario de la recordación por los que faltan, sobre todo ahora que sabemos que la mayor parte de los jóvenes españoles no sabe quién es Ortega Lara ni quién fue Miguel Ángel Blanco. Por supuesto, pedirle a la cachorrada local que nos diga qué fue aquello del "espíritu de Ermua" es como si le pidieran a uno que recitara la lista de los reyes godos, pero en finés o en tagalo.

Admítase, decíamos, el golpe de efecto y la justicia reparadora de labios del campeador Abascal. Sin embargo, tras la cabezada de respeto, nos queda la duda más fría. Su efectismo viste la justicia, y la justicia no necesita de trajes vaporosos ni de ningún aderezo. No nos fiamos de Vox, ni antes ni ahora, tras la inútil moción de censura y la torpe oratoria del campeador.

Causa sonrojo ver cómo la supuesta derecha radical defiende la monarquía, cuando tal vez debiera reivindicar a José Antonio y mirar, si acaso por estética copiona, a lo que fue el neofascismo del MSI de Gianfranco Fini y de la nieta de Mussolini hace unos años en Italia. No estamos pidiendo que lo haga; sólo decimos que la estética es importante y que tal vez debieran haber desempolvado el legado joseantoniano que malogró el franquismo entre la apropiación y un calculado olvido ceremonioso. Nos da náuseas las formas de ese moño andante llamado Pablo Iglesias. Pero acierta cuando dice que mal le irá a la monarquía si Vox se dedica a defenderla con sobrados aspavientos. Defenderemos a Felipe VI porque es nuestro rey constitucional, aunque más de uno prefiramos las formas republicanas, sean de izquierdas -y causa sonrojo también recordarlo-, de centro o de derechas.

Decía Max Aub que a los españoles nos gusta entrematarnos. El cainismo español viene de lejos. Aquí no vive Abel desde al menos las guerras carlistas. Hemos leído que hasta la Guerra Civil no fue sino la tercera gran carlistada. Vivimos desde hace tiempo otra guerra civil en apariencia menos cruenta. El Congreso es su paraninfo: rebuznos, bobadas y cursilería. Hay razones para pensar que la España que se asomaba a la matanza nacional del 36 fue en parte mejor. Escuchen si no la oratoria de antaño y no la vergonzante palabrería de nuestros prebostes.

En España los extremos no dejan terreno al sereno barbecho del centro. Incluso del extremo centro, pragmático, liberal y útil. Disculpen el autobombo. Pero andamos preparando el próximo número de la revista Mercurio. Cultura Desorbitada. Lo dedicamos a los conflictos. Uno de los ensayos lo firma Daniel Gascón, director de la edición española de Letras Libres. Cita Gascón la anécdota de un nutrido grupo de amigos que en 2018, con vistas a escribir un libro (La España de Abel), parecían próximos a los matices de Ciudadanos. Pero la moción de censura de Sánchez rompió el centrismo hogareño y muchos dejaron de hablarse. La polarización llegó al grupo, a lo que contribuyó el tremendo error por parte de Albert Rivera al escorarse hacia el tremendismo.

El cainismo español vino para quedarse. El cuadro de los abrazos de Juan Genovés nos parece ya de un soserío absoluto. Nos excita más el duelo de Goya a garrotazos. Cuesta respirar, la verdad sea dicha. Quizá deberíamos dejar de protestar por la mascarilla y dar gracias en parte a la maldita pandemia. Con el bozal puesto al menos respiramos nuestras miasmas y no las de este país politizado y a menudo inaguantable. Pensemos en quien pensemos, ya sea en Abascal o en Echenique, en la estilosa Adriana Lastra o en el pimpollo murciano García Egea, y nos entra un rapto de sudoración y malestar que creíamos insuperable tras escuchar el corifeo de Rufián con los Bildus de fondo.

Se habla ahora de España como "estado fallido". Nos sabemos si darlo por cierto o no. Tenemos nuestras dudas si oteamos el paisaje alrededor. Francia sería un estado fallido si se asume que su centralismo, como allí dicen, ha sido el causante de la mala gestión de la pandemia dentro del hexágono. ¿Italia ha sido un país tan fallido? Hace unos años hubo un larguísimo periodo sin gobierno y el país fluía sin más. Incluso Gran Bretaña sería también un estado fallido si, como nosotros, ha de arrastrar el pesado aldeanismo de los escoceses. ¿Son todos ellos estados fallidos? Creemos que no. En lo que respecta a España, habremos de ir pensando en que aquí los fallidos somos nosotros, por votar lo que votamos, y por hacerlo con este discutible sistema de representación electoral. Dejemos en paz al Estado, la formidable parihuela que nos cobija.

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