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Tribuna

Gumersindo ruiz Rafael Padilla

Economista

Antígona frente a las leyesPensiones futuras (y II)

Para Antígona es enterrar a su hermano; para otros forzar los acuerdos con la Unión Europea sobre presupuesto, techo de gasto o rescates bancarios

Antígona frente a las leyesPensiones futuras (y II) Antígona frente a las leyesPensiones futuras (y II)

Antígona frente a las leyesPensiones futuras (y II)

El carácter heroico de Antígona se lo proporciona su enfrentamiento no a un tirano, sino a la ley escrita. En nombre de un sentimiento noble o ley natural, se arroga el derecho de enterrar a uno de sus dos hermanos, muerto en la batalla contra Tebas, y al que se le negaba el entierro al haber luchado contra la ciudad -el otro hermano había caído en el bando vencedor-, contraviniendo así la ley que expresamente prohibía enterrar a los enemigos. Este dilema entre lo legal, que se considera unilateralmente improcedente por quien apela a otros principios o derechos elementales, y los que buscan la aplicación estricta de las normas, lo utiliza ahora, espectacularmente, Slavoj Zizek en su Antígona.

Aceptando el terreno de juego donde pugnan la realidad legal y la del deseo, y que las leyes vigentes no son fruto de la manipulación de un poder no democrático, vemos cada día un tira y afloja entre lo que está escrito en los boletines oficiales locales, nacionales y supranacionales, y las exigencias de las realidades con que nos encontramos. Para Antígona es enterrar a su hermano; para otros forzar los acuerdos con la Unión Europea sobre presupuesto, techo de gasto o rescates bancarios. Y también las normas con que los países en momentos de pánico se han atado a las mal llamadas políticas de austeridad; o la tabla rasa que se quiere hacer con los acuerdos internacionales firmados -comerciales, clima-, en nombre de un sentimiento nacional que se considera ancestral, natural y genuino. Los compromisos entre Gran Bretaña y la Unión Europea participan asimismo de esta idea de romper con lo escrito. Habría que hacer una pirueta imaginativa para meter el enconamiento del problema catalán en esta dimensión en la que nos sitúa Antígona, pero aunque hay que declarar que cualquier parecido con nuestra realidad -en actores, coro y corifeo- es mera coincidencia, no puedo evitar que me venga a la cabeza. Hace falta más que una manifestación popular para conocer el sentimiento de emoción o apatía, irritación o desinterés, deseo verdadero de independencia o enfado ante las caricaturas con que se dibuja la situación.

Slavoj Zizak da un giro desconcertante a su Antígona y la obra tiene tres finales diferentes. Aunque no pretende construir una obra de arte sino realizar un ejercicio de ética política, sigue una fascinante tradición cinematográfica donde la misma historia diverge en caminos distintos -se menciona El azar, de Krzysztof Kiéslowski; y Corre, Lola, corre, de Tom Tykwer, pero también recuerda al cine japonés cuando cada personaje narra los hechos de manera distinta, y ninguna de ellas nos convence- . En el primero de los finales el coro elogia la insistencia de Antígona en el principio que defiende y por el que muere; es el desenlace que le da Sófocles y que ha contribuido al mito y a la compasión y simpatía por su personaje, lo que Zizak llama "nuestra complacencia humanitaria". En el segundo, Antígona convence al rey para que se salte la ley y le deje enterrar a su hermano, pero esa situación da lugar a un levantamiento de ciudadanos que quieren mantener la ley escrita, sigue luego un conflicto civil y la destrucción de la ciudad - es un final muy de Beltor Brecht, en el que "la clase dirigente puede permitirse obedecer el honor y los principios rígidos, mientras que los de abajo pagan el precio que ello exige"-.

En el tercer final el coro cesa de transmitir lugares comunes, pasa a la acción, da un paso adelante, y acaba con los dos (Antígona y el rey), indignado por el estúpido conflicto que redundará en mal para todos, y en el que no se ha dejado espacio para un proyecto democrático, de renegociación. Sería un desenlace populista en el que la gente, exasperada, cree tomar el control, pero tampoco se presenta como una solución, pues este estallido democrático de gobierno directo del pueblo supone volver a escribir nuevas leyes. El corifeo, en su última intervención, deja a la interpretación del público cual de los tres finales es el más acertado. En el segundo y tercero Antígona, cuyo nombre significa "la que es inflexible", se ha convertido en parte del problema, aunque Creonte, el rey, es un problema en los tres. La respuesta no es sencilla o evidente, pues se trata, ni más ni menos, de cómo poner puertas al caos al que se puede conducir a los pueblos por las posiciones inamovibles, las falsas soluciones, la incompetencia en suma y falta de pragmatismo de sus gobernantes.

EL pasado domingo les decía que nuestros trabajadores seguirán cobrando, con seguridad, una pensión en el futuro, aunque, al tiempo, subrayaba las incertidumbres sobre su cuantía. Un segundo dato, también tomado del informe The Ageing Report de la Comisión Europea, incide en esas dos vertientes: tras analizar todos los posibles escenarios (demografía, condiciones para el cálculo de pensiones, menor contribución -porque los trabajadores serán menos- del mercado laboral), determinan sus autores el porcentaje sobre el PIB que, en 2060, representará el presupuesto en pensiones. Para España, que gasta hoy en ese capítulo un 11,8 del PIB, la cifra disminuirá al 11% en tal fecha.

Ese augurio optimista, que avala la sostenibilidad del sistema, tiene, claro, trampa. Si alcanzamos un porcentaje de jubilados mucho más alto y dedicamos más o menos el mismo porcentaje de la riqueza nacional a las pensiones, es obvio que cada pensionista percibirá bastante menos. La tarta es la que es y a más comensales, menor ración. Eso, por otra parte, parece inevitable: la población con más de 65 años va a pasar de un 18% en 2013 a un 33% en 2050.

Resta, además, un último escollo: se irá perdiendo poco a poco poder adquisitivo a lo largo de la jubilación. ¿Cuánto? Pues miren, eso es realmente difícil de calcular, quizás alrededor de 10 puntos a los 10 años de dejar de trabajar. Una alegría, oiga.

¿Soluciones? Algunas más factibles que otras. Así, aumentar de forma muy significativa el número de personas en activo, en torno a 10 millones, un propósito francamente arduo. Junto a ello, aumentar la productividad y los salarios, otro campo en el que tampoco estamos haciendo casi nada. Y, por último, una medida que sí está en nuestras manos: reformar el sistema e incorporar al vigente de reparto modelos de capitalización-ahorro. Se ha hecho con gran éxito, por ejemplo en Suecia u Holanda. Eso exige abrir un debate riguroso, leal, pragmático e inteligente, cualidades todas raras en nuestra política.

Nada de esto será útil sin el coraje de contarle al futuro pensionista la verdad sobre su horizonte. Eso es lo que en el fondo está fallando: el informar con transparencia a nuestros jóvenes para permitirles tomar, con fundamento cierto, sus propias decisiones. Aunque se soporten costes partidistas, el tiempo del secretismo y del silencio debe terminar. Porque el mañana galopa y pronto, para demasiados, será estúpidamente tarde.

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