Tribuna

víctor j. vázquez

Profesor de Derecho Constitucional

Elogio de los maestros

Elogio de los maestros Elogio de los maestros

Elogio de los maestros / rosell

Si hablamos de magisterio hablamos también de jerarquía. La etimología latina de la palabra maestro es inequívoca. Magister es aquel que es más (magis), quien tiene en su esfera una posición de superioridad porque posee un mérito relevante y distintivo. Su particular conocimiento da al maestro título para esa supremacía desde la cual orientar y enseñar su ciencia. El maestro posee legitimidad para el mando, para disciplinar una forma de aprender. Es aquél que con su saber hace escuela, aquél que tiene discípulos. Mas este vínculo que caracteriza la relación entre el discípulo y el maestro no se entiende desde la frialdad sumisa de las categorías administrativas. La jerarquía que impone un maestro descansa en otros intangibles, es la extraña jerarquía que deriva del natural acatamiento a una autoridad. La palabra auctoritas tiene su raíz en augere, y no alude sino a aquello que nos aumenta y promueve. En definitiva, reconocemos y acatamos el magisterio, porque sabemos que él, el maestro, nos hace mejores.

El maestro sabe y enseña aquello que nosotros desconocemos, mas tampoco ciframos su esencia sólo en el saber. No es casual que la palabra maestro comparta raíz con la palabra magnánimo. Y es que el maestro además de conocimiento ha de poseer nobleza de espíritu, la virtud del desprendimiento y la generosidad. Ser maestro es dar y es también, en este sentido, una forma específica de amar. Somos así los discípulos acreedores netos, seres amados, mientras que sobre el maestro pesa la difícil carga del buen gobierno, el equilibrio exigente entre saber enseñar y saber querer. Los toreros tienen una forma insuperable de hacer referencia a esta equidad en el magisterio, y al agradecimiento que de ella se deriva: "Me dio mi sitio", dicen, cuando recuerdan a aquel maestro que no sólo supo enseñarles el duro oficio, sino también comprender su sensibilidad y circunstancias, aclarando para ellos ese lugar tan difícil de encontrar en la vida como es aquel donde podemos ser nosotros mismos. El maestro, en definitiva, no es más porque esté sobre nosotros, sino porque nos eleva.

Los discípulos elegimos a los maestros. No suele el maestro salir a pescar, ni tampoco mostrarse como tal, aunque delatan su naturaleza los pequeños gestos, una cierta estética de la bondad cotidiana, cierto candor, a veces infantil, para con los otros. Así, nos cuenta Platón que en su lecho mortal, rodeado por sus desconsolados discípulos, Sócrates reservó su último aliento para recordar a Critón que le pagase a Asclepio el gallo que le debía. Hay siempre una ética -además de una comedia- escondida tras el anecdotario discipular sobre el maestro.

La faceta más trágica y literaria de la relación maestro discípulo es el momento de madurez del segundo, allí donde se presupone que es necesario matar al padre para afirmar la individualidad, para ser maestro en el propio destino. Los discípulos soportamos eso que Bloom llamó la angustia de la influencia, y en cierto momento es también nuestro deber moral afirmarnos frente al mentor. Mas nada de ingratitud hay en ese acto. Todo logro de uno, logro es también de quien sobre nosotros ofició su magisterio y el desafío intelectual forma es de reconocimiento, si bien, la mayoría de las veces en tales duelos, el maestro, como Edie Relámpago Nelson en El color del dinero, volverá a empuñar su palo de billar para decirnos "he vuelto" y ganarnos de nuevo. Pero no es imperdonable el desafío, lo imperdonable para con los maestros es el repudio, la ingratitud de aquel que en el afán de conocerse a sí mismo se ha hecho especialista del propio ego.

Guarda uno en la memoria muchas lecciones de sus maestros en vivir y en pensar. Aquél que nos afeó ganar de forma rácana, sin dar al juego lo que es del juego, sin darnos cuenta de que si en la vida hay que ganar por necesidad, algunas veces contadas, por razones éticas y estéticas, se impone perder por obligación. El querido profesor sevillano que ante una pregunta concreta, nos instó en abstracto a comprender que en la vida hay problemas que no tienen solución, lo cual no significa claudicar ante ellos, sino pelearlos con dignidad y convencimiento. El amigo que me aconsejó interpretar la realidad antes de que ésta nos derrote. La mujer que nos adoctrinó en el imperativo ético y amoroso de la alegría. El hermano mayor que me recordó a tiempo la importancia de ese suelo quijotesco que es el "yo sé quién soy". Sabemos bien que todas estas son deudas de gratitud que no pueden saldarse. Sabemos igualmente que no ha de merecer perdón de Dios, si tras haber hallado fortuna en nobles profesoras de energía, generosos maestros, obramos en la vida como viles cretinos.

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