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La experiencia de la Semana Santa contribuye a la contemplación del aspecto más contradictorio del misterio de Jesucristo: la hora de la Cruz. Es precisamente en ella -para devolverle al hombre el rostro del Padre-, cuando el Hijo de Dios asumió no solo el rostro del hombre, sino que se cargó además con el rostro del pecado, hasta la mayor aspereza del dolor: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15,34). Con estas palabras, que conservan el realismo de un dolor indecible, Jesucristo ofrece su vida al Padre en el amor, para la salvación de todos. Para librarnos de la soledad que provoca el poder del mal, Jesús se abandona en manos del Padre y fija en Él sus ojos. El misterio de la Cruz revela el poder infinito de la misericordia del Padre, pues para atraerse el amor de su criatura, acepta pagar el precio de la sangre de su Hijo único. La muerte, signo humano de soledad e impotencia, se convierte en el acto de amor y de libertad del Hijo de Dios. El teólogo bizantino Nicolás Cabasilas lo expresaba con la siguiente interrogación: "¿Qué mayor locura de amor que la que hizo al Hijo de Dios unirse a nosotros hasta tal punto que sufrió las consecuencias de nuestros delitos como si fueran suyos?"
A lo largo de estos días tenemos la ocasión, con particular intensidad, de contemplar el Rostro de Dios a través de la participación en los Santos Oficios, en los que se renueva el misterio central de la vida del cristiano: la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. En ellos, fijaremos la mirada en Aquel que fue "traspasado" en la Cruz, manifestación impresionante del amor de Dios. La sagrada liturgia hará que "hoy" nuestros ojos puedan mirar con confianza el costado traspasado de Jesús, "del que manó sangre y agua" (Jn 19,34). Muchas veces los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la cruz, en la paradójica conjunción de felicidad y dolor, haciendo ver al Señor con su propia vida traspasada. "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21). Hace dos mil años, unos peregrinos griegos que habían acudido a Jerusalén le hicieron esta petición al apóstol Felipe. Como entonces, la escena se ha ido repitiendo a lo largo del tiempo hasta alcanzar nuestros días: también hoy las personas, quizá no de una forma consciente, piden a los cristianos no solo que les hablen de Él, sino sobre todo "que les muestren su Rostro". Para ello, el papel de los creyentes sería insuficiente si no estuviera arraigado en la contemplación de Cristo: poco podríamos mostrar de Él, si la mirada no se queda fija en el Rostro del Señor, en su pasión, muerte y resurrección.
En cada una de las procesiones de esta Semana Santa, estamos viendo un aspecto concreto de ese amor traspasado, que se entrega por nosotros. Aceptándolo, aprendemos a difundirlo a nuestro alrededor con cada gesto y palabra. Ese deseo de ver a Dios que el Salmista cifró: "Señor, busco tu rostro" (Sal 27,8) no pudo obtener mejor respuesta que la Encarnación de Jesucristo, en la que el mismo Dios ha querido encontrarse con la humanidad "haciendo brillar su rostro sobre nosotros" (Sal 67,3). Como Dios y como hombre, Jesucristo es capaz darnos a contemplar a una vez la realidad del Padre y el auténtico rostro del ser humano. De ese modo, contemplar al que traspasaron nos lleva a abrir el corazón a los demás, reconociendo las heridas infligidas a la dignidad del ser humano; nos lleva, particularmente, a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona y a aliviar los dramas de la soledad y del abandono de muchos.
Junto a la cruz de Jesús, estaba su Madre, la Santísima Virgen de los Dolores. Con su dolor, permanecía de pie junto al Señor. La mirada de la madre al sacrificio de su Hijo, llena de confianza, hace que, incluso cuando las tinieblas cubrieron de luto Jerusalén, la
Virgen María siguiera allí, con la lámpara encendida, como la virgen prudente de la parábola. Es ella la imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo, que aguarda la venida del Señor resucitado de entre los muertos, vencedor de toda oscuridad. También nosotros hoy debemos permanecer junto al Señor que entrega su vida; como nos enseña la Virgen, con la lámpara de la esperanza encendida. Incluso en los instantes de muerte, cuando parece que nada tiene salida, hemos de aprender de aquella que, al pie de la cruz, aguardó en la Palabra del Padre, de Aquel que no permitió que su Hijo Jesucristo "conociese la corrupción del sepulcro" (cf. Sal 16,10).
El Viernes Santo es para todos los cristianos una experiencia renovada del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que por nuestra parte cada día debemos volver a dar al prójimo, especialmente al que sufre y al necesitado. Solo así podremos participar plenamente de la alegría de la Pascua. María, la Madre del Amor Hermoso, nos guía en la contemplación de su Hijo, camino de auténtica conversión a la locura del amor de Dios.
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