En una casa de vecinos de la calle La Merced número 10, una abuela y una nieta se preparan, después de una tarde de sagrarios y monumentos, para acompañar a Jesús Nazareno en su procesión de penitencia a la Iglesia Colegial. Son las doce de la noche de un 7 de abril de 1939, Viernes Santo.
“Venga, vamos vistiéndonos que este año hay que dar muchas gracias a Jesús; hace una semana que terminó la maldita guerra”, dice la abuela a la pequeña Pacuqui, mientras coge del armario una vieja túnica morada de la hermandad. Primero el hábito, luego el cíngulo y, por último, el capuz y la medalla de hermana. La nieta, que lleva ya un par de años acompañando a su abuela en la Noche de Jesús, se toca en cambio con el capuz egipcio, que le había hecho su madre.
Pero el tiempo se viene encima y la abuela, que siempre andaba con prisas de un lado para otro, le pregunta nerviosa a Pacuqui: “¿Dónde pusiste el farol que recogimos el otro día en San Juan de Letrán?”. “Mama Paca, está en el patio y lo tiene mi padre que está esperando allí para despedirnos”. “Pues vámonos o, si no, llegaremos tarde”. Y allá que fueron juntas de la mano, atravesando las calles Ancha y Porvera.
Al llegar a San Juan de Letrán, las hermanas de Jesús aguardaban la hora de salida entre el patio y la alameda Cristina. Y así, cuando daban las dos de la mañana, los pasos de la cofradía salían a la calle, entre las filas de hermanas portando sus faroles. La abuela tenía la tradición de ir lo más cerca posible al paso del Señor, aunque a veces eso les costara no pocos tropiezos y algún que otro empujón. “Venimos a acompañar a Jesús y a su lado iremos”, decía a Pacuqui, mientras el cortejo se dirigía hacía el Calvario, para llamar a la hermandad de la Piedad, que se unía a las procesiones de la Madrugada; aquel, por cierto, sería el último año en que los hermanos del Santo Entierro procesionarían en esta jornada.
Las mujeres de Jesús iban en ocasiones amarradas entre ellas para no perderse, pero la abuela y su nieta hacían el camino cogidas de la mano en todo momento. La pequeña Pacuqui se sorprendía de la longitud del recorrido, pues, además de llegar hasta el Calvario, después de las oraciones en la Colegial la cofradía continuaba su discurrir por el Arenal, Caballeros, Pedro Alonso y Corredera. En realidad, si bien los horarios oficiales de la época marcaban las nueve de la mañana para la entrada de Jesús Nazareno, la procesión no se recogía hasta cerca de la once.
Entrado Jesús, esperaban en Cristina hasta la llegada de la Virgen del Traspaso. Sólo cuando se habían escuchado los últimos acordes de la banda al interpretar el himno nacional, abuela y nieta regresaban a casa, entre el cansancio de toda la noche y el frío de la mañana.
La devoción a Jesús Nazareno, su procesión y sus mujeres no se olvidan en Jerez aunque pasen los años. Son los mismos ayer, hoy y siempre, por eso un recuerdo de hace ochenta años sigue tan vivo como entonces. Así lo vivió con su abuela aquella pequeña Pacuqui de once años y así se lo cuenta ella misma a su nieto, para firmar juntos este artículo tan solo unas horas antes de revivir la emoción que sólo la Noche de Jesús sabe crear en todos los jerezanos.
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