Tribuna

José Antonio González Alcantud

Catedrático de Antropología

Solaris y nosotros

'Solaris' cuestiona nuestra naturaleza antropocéntrica: el contacto con la vida puede darse a varios niveles, y probablemente sin forma antrópica

Solaris y nosotros Solaris y nosotros

Solaris y nosotros / rosell

Solaris es un planeta a cientos de miles de kilómetros de la Tierra. La mayor parte de los lectores no habrán oído hablar de él. No me extraña. Hace muchas decenas de años los terrícolas llegaron allí, estableciendo sobre su enorme océano una estación orbital para observar los movimientos del oleaje y estudiar su comportamiento. Habiendo conocido buenos tiempos, albergando decenas de investigadores, en la estación ahora sólo quedan tres científicos, que siguen observando la evolución de este océano de tonos rojizos. Allí, en el vaivén de sus olas, se producen fenómenos como las mimoides, simetriadas y asimetriadas; estructuras fantásticas sin equivalencia en nuestro planeta.

A la tierra llegan noticias preocupantes sobre el estado anímico de los tres únicos ocupantes, y se decide enviar al psicólogo Kris Kelvin, para auxiliarlos. Cuando Kelvin llega a la estación uno de los científicos se acaba de suicidar. Uno de los dos que restan, llamado Snaut, le avisa al psicólogo sobre los "visitantes". En su cuarto Kelvin encuentra a su antigua novia, Harey, que se había suicidado a los 19 años por un despecho amoroso. Aterrorizado, no da crédito. Se establece un diálogo entre ellos. Harey le hace ver que sabe y no sabe quién es, como si tuviese un episodio de amnesia. Kelvin sospecha que no es humana. Le hace un análisis de sangre, y observa que todo es normal menos al final del fondo microscópico donde no ve nada. Habla con su compañero Snaut, que le había advertido sobre los visitantes. Todo se resume a que hace tiempo varias decenas de exploradores del océano cayeron accidentalmente a él, tragados acaso por una mimoide o asimetriada, que pudo haber estudiado sus mentes y sobre todo sus sueños. Gracias a ello el océano ha establecido un contacto con los humanos, reproduciendo parte de sus sueños, reproducciones que al estar compuestas de neutrinos en lugar de átomos presentan la particularidad de ser inmortales. Tras intentar deshacerse infructuosamente, puesto que es inmortal, de Harey, Kelvin va progresivamente enamorándose de ella, y ella de él. Harey, cada vez más consciente de que no es humana, intenta suicidarse bebiendo oxígeno líquido, pero fatalmente resucita. Para finalizar, la visitante decide voluntariamente someterse por amor a una desmaterialización, que ensayan Snaut y su compañero Sartorius, con el fin de desaparecer para siempre. La magistral obra, la mejor de ciencia ficción del siglo XX, fue escrita por el polaco Stanislaw Lem. Este al final nos dice que el océano pensante lo único que deseaba con inocencia era "conectar", más allá del bien y del mal.

Existen al menos dos versiones cinematográficas, una del gran cineasta soviético Andrei Tarkovski. Difiere de la novela en el tratamiento amoroso de la relación entre Kelvin y la visitante Harey. En todo caso, la plasticidad y belleza de la lectura de Tarkovski es soberbia, hasta el punto de haber sido considerada la respuesta soviética a la americana 2001: una odisea del espacio del no menos grande Kubrick. Sin entrar en consideraciones sobre la mística de ambas, en el fondo muy semejantes, cabe concluir que en un momento en el que los chinos, según la prensa, aprovechan la crisis Covid-19 para vender series de ciencia-ficción, y que un astrónomo de Harvard anda diciendo que andamos lejos de estar solos en el universo, y que ya estamos en contacto con otra vida inteligente, Solaris, cuestiona nuestra naturaleza antropocéntrica que vinculamos a la inteligencia humana: el contacto con la vida puede darse a varios niveles, y probablemente sin forma antrópica. Nuestra inteligencia, conformada con una determinada apariencia y en una singularidad precisa, no tiene por qué obligar a conectar con otras formas inteligentes en la misma frecuencia. Dos o varias inteligencias, a distintos niveles, estarían buscándose sin encontrarse, hasta este momento. Las hipótesis de la ciencia ficción son atrayentes, más allá de los apocalipsis de pacotilla, que antes tenían por escenario el Nueva York de los altos rascacielos venidos abajo por fuerzas brutas, y ahora llegan a lo íntimo.

Le confesaré al lector que este tiempo de zozobra he encontrado mucho consuelo en la ficción prodigiosa de Solaris. No la había encontrado ni releyendo Mecanópolis de Unamuno, ni reviendo Metrópolis de Fritz Lang. Y mucho menos en aquel ingenuo film revolucionario Aelita, de Yákov Protázanov, de 1924, donde los marcianos, quitándose de encima el despotismo, llegaban a proclamar la URSS de Marte. En su penetración psicológica, en la posibilidad de la inmortalidad, en la idea de un dios que es un simple océano, Solaris supera a todas ellas. Acaso encierra la idea fértil de un "dios imperfecto", como dice Jesús Palacios en la introducción a la versión castellana del libro.

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