Tribuna

José Mazuelos Pérez

Obispo de Asidonia-Jerez

El Triduo Pascual, fuente de Esperanza

TRAS una Cuaresma especial de confinamiento en la que hemos podido vivir mejor que otros años este tiempo de desierto, soledad y oración, hemos llegado al Triduo Pascual. Aún resuena en nosotros el eco del Domingo de Ramos, donde contemplábamos al Señor entrando en una burrita en Jerusalén, como el rey de la paz y de la sencillez, el rey que va a cambiar el mundo utilizando únicamente el arma poderosa del amor. También el Domingo, comenzábamos nuestras estaciones de penitencia ante la Virgen de la Estrella, y es precisamente alumbrados por esa Estrella, Nuestra Madre, como vamos a entrar en el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo.

En la misa del Jueves Santo, día de la Cena del Señor, la Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía, el sacerdocio ministerial y el mandamiento nuevo de la caridad que Jesús dejó a sus discípulos. San Pablo ofrece uno de los testimonios más antiguos de lo que sucedió en el Cenáculo la víspera de la pasión del Señor. El Señor Jesús -escribe san Pablo al inicio de los años 50, basándose en un texto que recibió del entorno del Señor mismo- en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: “Este es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía” (1 Co 11, 23-25).

Estas palabras, llenas de misterio, manifiestan con claridad la voluntad de Cristo de quedarse con nosotros escondido tras las especies del pan y del vino. Por tanto, el Jueves Santo constituye una renovada invitación a dar gracias a Dios por el don supremo de la Eucaristía, que hay que acoger con devoción y adorar con fe viva. Por eso, en este tiempo difícil de coronavirus, la Iglesia sigue abierta, aunque sin gente, para manifestar la presencia de Jesús en el Santísimo y para celebrar la Santa Misa para que Jesús siga entrando cada día en nuestro mundo.

El Viernes Santo nos encontramos con María en el Calvario: “Estaban -se lee-junto a la cruz de Jesús su Madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás y María Magdalena”. María estaba acompañada por otra tres mujeres, pero ella estaba allí como “su Madre”. Y como Madre sufrió intensamente, sólo a Ella se le pidió algo muy difícil: perdonar. Cuando escuchó al Hijo que decía: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Ella entendió lo que el Padre celeste esperaba de ella que dijera con el corazón las mismas palabras. Y ella las dijo y así pudo perdonarnos y acogernos como madre, a nosotros que tanto hacemos sufrir a su Hijo.

No sólo perdonó, sino que también compartió con su Hijo la tentación de bajarse de la cruz. Eran muchos los que se burlaban, echándole en cara de que si era Hijo de Dios que lo demostrara. María, sabía que, si Jesús lo hubiera pedido al Padre le habría enviado “más de doce legiones de ángeles” (Mt 26,53), sabía que si Jesús se hubiera liberado de la cruz, la había librado también a ella de su tremendo dolor. Pero María no lo hace, ella no grita: ¡Baja de la cruz; sálvate a ti y a mí!, sino que sufría en silencio y aceptaba el ofrecimiento de su Hijo haciéndose Corredentora.

La cruz nos explica el misterio del amor de Dios, que se ha hecho hombre, con todas sus consecuencias, y ha asumido en su persona la maldad del mundo. Él, en el dolor y en la muerte, no nos deja de amar, el absorbe el mal sobre sí y lo transforma en bien, por eso en el Calvario brilla la misericordia, la generosidad sin límites.  En el trono de la cruz, Jesús, nos muestra su Reino de Perdón y Verdad. Desde el corazón de Cristo se derrama una medicina de amor que sana, libera, purifica y rescata. Aquel que se deja empapar de ese amor, humano y divino, se eleva con el Señor a lo más alto de la gloria.

Pero no todo termina en el Calvario, en la oscuridad del Sábado resuenan en nosotros esas Palabras que escuchamos a Jesús: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Lc 9,22). Cuando las mujeres han acudido al sepulcro el Domingo por la mañana, han visto que la piedra estaba corrida y que Jesús no estaba allí. Así llegamos a la liturgia de las liturgias, La Pascua, donde la Iglesia grita al mundo entero: Cristo ha Resucitado. La resurrección subraya el Papa Francisco, es una fuerza imparable, entraña una explosión de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. En medio de la oscuridad siempre brota algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto abundantísimo.

Con la certeza de que María Santísima, que siguió fielmente a su Hijo hasta la Cruz, nos acompaña también a nosotros, vivamos el Triduo Santo y ofrezcamos con Jesús los dolores y alegrías de nuestro día a día. Cristo ha vencido a la oscuridad y al pecado, Cristo, pase lo que pase, siempre tiene la última palabra, una Palabra que en un instante lo hace todo nuevo y nos llena de consuelo, de paz y de inmenso amor.

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