Tribuna

José mazuelos pérez

Obispo de Asidonia-Jerez

Vivir con María la Cruz y la Gloria

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Vivir con María la Cruz y la Gloria

El triduo Pascual, que comienza con la Misa vespertina del Jueves Santo y concluye con la oración de vísperas del Domingo de Pascua, forman una unidad, y como tal deben ser considerados. Las diferentes fases del misterio pascual se extienden a lo largo de los tres días como en un tríptico: cada uno de los tres cuadros ilustra una parte de la escena; juntos forman un todo. La unidad del misterio pascual tiene algo importante que enseñarnos: nos dice que el misterio del dolor es seguido por el gozo, porque ya lo presupone y contiene en sí. Jesús expresó esto en la Última Cena cuando dijo a sus apóstoles: "estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría" (Jn 16,20).

En este Viernes Santo os invito a profundizar en ese tríptico, desde la cima del Calvario de la mano de la Virgen María. Desde el Calvario, observamos aquella última cena de una forma nueva, fijándonos en la maravillosa dulzura de Cristo, que quiso sentarse a una mesa con sus discípulos, hombres débiles y limitados, sin excluir a nadie, ni siquiera al traidor que lo entregaría. Nos fijamos también en la tremenda humildad de Jesús, que siendo el Rey del Universo, se levantó de la mesa, y ceñido con una toalla, echó agua en un barreño y postrado en tierra, comenzó a lavar los pies de los discípulos. Llama la atención la gran liberalidad y magnificencia de Cristo, que se entrega a sí mismo, su cuerpo partido y su sangre derramada, en la eucaristía, anticipando sacramentalmente el Jueves Santo, lo que vivirá el Viernes en su pasión y cruz.

El Viernes Santo, la liturgia de la Iglesia nos introduce en el misterio de la Cruz, expresión suprema de la entrega amorosa de Dios que llega hasta la donación de su propia vida. En el madero, el poder de Dios se torna debilidad y amor. El verdadero amor no domina, es entrega callada, sacrificada, manos abiertas y traspasadas. Desde la Cruz, la sabiduría de Dios es para muchos necedad, porque es búsqueda de los últimos, de los pequeños y perdidos. En ella entendemos que los caminos de Dios no son nuestros caminos. Dios nos confunde: calla el Dios de los filósofos y se manifiesta el Padre de Nuestro Señor Jesucristo que quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo crucificado por amor. Cristo crucificado es el gran signo del amor de Dios que ofrece su perdón y reconciliación a todos los hombres. Ahora el mismo Dios nos muestra el misterio de la vida que adquiere todo su sentido cuando está cimentada en el amor y en la humildad. Ahí está la grandeza de la cruz donde contemplamos a Jesús que siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y… y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 6-12).

Pero con la cruz no acaba todo. De la mano de María, que a los pies de la cruz renueva su Fíat en la Anunciación, se puede otear el horizonte de la Resurrección. La fe de nuestra madre nos invita a esperar contra toda esperanza, a no dudar de Dios y a saber que detrás de la oscuridad nos espera una luz maravillosa. La Resurrección, subraya el Papa Francisco, es una fuerza imparable, entraña una explosión de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. En medio de la oscuridad siempre brota algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto abundantísimo.

Tras la Resurrección, la cruz de Cristo se ilumina y se nos muestra como el único camino para adentrarnos en las entrañas de Dios. En ella brilla la misericordia, el perdón la generosidad sin límites. La cruz es el trono desde el cual el Hijo del hombre reina como vencedor del pecado y de la muerte, porque el amor de Cristo vence sobre todos los odios, rencores, venganzas y crímenes de los hombres. Desde el corazón de Cristo se derrama una medicina de amor que sana, libera, purifica y rescata. Aquel que se deja empapar de ese amor, humano y divino, se eleva con el Señor a lo más alto de la gloria.

Con la certeza de que María Santísima, que siguió fielmente a su Hijo hasta la Cruz, nos acompaña también a nosotros, después de contemplar juntamente con ella el rostro doliente de Cristo, esperemos gozar de la luz y la alegría que irradia el rostro esplendoroso del Resucitado. Vivamos, a través de la celebración litúrgica del Triduo Santo, junto a la Virgen nuestra participación en el Misterio Pascual y llevemos allí los dolores y alegrías de nuestra vida, de la Iglesia y del mundo; renovemos nuestros compromisos bautismales, y compartamos la victoria de Cristo Resucitado en la Eucaristía.

Preparémonos para escuchar la Buena Noticia que resonará como himno de victoria: ¡Cristo ha resucitado! La muerte y el mal no tienen la última palabra, sino la Verdad y el Bien, Dios mismo. Dispongámonos a entrar en este tiempo de alegría y de fiesta. Pidámosle a nuestra Madre, la primera, según piadosa tradición, en ver a su Hijo resucitado, que por su poderosa intercesión nos conceda la gracia de experimentar en la propia vida la resurrección gloriosa de Cristo, que es también la nuestra.

¡Feliz Pascua de Resurrección!

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