Tribuna

Fernando Castillo

Escritor

Unos aventureros del 98

Unos aventureros del 98 Unos aventureros del 98

Unos aventureros del 98

Los escritores de la Generación del 98 eran unos tipos con personalidad, aunque a veces de trato difícil. Quizás asistir a la transformación de una España que no reconocían y a la llegada de unos tiempos que no les gustaban ni entendían les llevaba a despotricar de todo y de todos y a renegar de un pasado que les pesaba como una losa. En su mayoría eran unos personajes singulares como Azorín, quizás el más sosegado una vez abandonado su paraguas rojo y las veleidades ácratas de La voluntad, el precursor y suicida Ángel Ganivet, el misántropo Silverio Lanza, recluido en un Getafe manchego, o el bohemio y excéntrico José Gutiérrez Solana. Sin embargo, para personajes con vidas de novela destacan el escritor y extraordinario grabador Ricardo Baroja -hermano de Pío y Carmen- y el gran Ramón del Valle-Inclán, dos amigos que compartieron veladas en los cafés del Madrid modernista, pero también semejantes trances personales: Valle perdió un brazo y Ricardo Baroja un ojo. Pero también ambos vivieron un episodio poco conocido, revelador de su carácter, si es que sucedió, pues todo es posible.

En 1902, en un comienzo de siglo transformador, probablemente al calor de la fiebre minera existente en zonas de España como Almería, y tan deseosos de correr aventuras como de enjugar su endémica falta de numerario -de eso que Valle-Inclán llamaba castizamente los "durandartes"-, los dos amigos emprendieron un sorprendente viaje en busca de un tesoro. No se sabe muy bien si el destino final era Extremadura -como señala Ramón Gómez de la Sern- o La Mancha, concretamente la zona de Almadén, lo que es mucho más cervantino pues era una empresa que tenía mucho de quijotesco. Nada sabemos si fue deducción, intuición o información lo que les guiaba, pero, convencidos del éxito de su empresa, salieron de Madrid al amanecer, casi en secreto, en dos monturas que cabe aventurar serían mulas, y con útiles que podían ser tanto de minero, de buscador de metales o de fantásticos tesoros enterrados con que encontrar el oro o la plata que pensaban les aguardaba en filones o en cofres de hechuras medievales.

Tan previsor como decidido, y quizás recordando su estancia en las tierras calientes y mexicanas de su Tirano Banderas, Valle-Inclán incorporó al equipaje una pistola que unos dicen era de balines mientras que otros, como Ramón, aumentan el calibre del arma hasta convertirla en pistolón. Tampoco debía faltar un mapa donde estuviera señalado con una ingenua y llamativa X el lugar en el que suponían aguardaban los metales preciosos, que habría de traerles el sosiego económico y una vida muelle de cafés y literatura. Un mapa que a saber quién había sido su autor, quizás algún otro escritor tertuliano de Fornos o del Café de Levante, y del que imaginamos que, en plena bohemia, les habría endosado el documento a cambio de un café con media tostada.

Tras unas jornadas de viaje sin incidentes en las que llevaron sus tertulias del café al campo, los dos amigos llegaron a un lugar próximo a su misterioso destino donde pernoctaron. Al poco de emprender la jornada, que se presumía definitiva, ocurrió lo irremediable. A Valle-Inclán se le disparó accidentalmente la pistola con tan mala fortuna que le alcanzó en un pie. Si ya había perdido un brazo unos años antes en su lance con Manuel Bueno -es un misterio cómo pensaba cavar-, ahora el escritor gallego se veía cojo. Temeroso de desangrarse, decidió no moverse hasta que llegase un médico, por lo que Ricardo Baroja corrió despavorido al pueblo en su busca. Sin embargo, cuando regresó con el galeno local, algo no convenció a Valle-Inclán -quizás le vio trazas de veterinario-, pues no permitió que le curase, por lo que decidió regresar a la capital.

Trasladado a la estación, fue tal el escándalo que desató Valle-Inclán que hizo que el tren en dirección a Madrid, que no tenía previsto parada en el lugar, se detuviese. La discusión entre los empleados del ferrocarril y los dos ocasionales buscadores de oro parecía no finalizar hasta que intervino Segismundo Moret, el político liberal, a la sazón ministro de Gobernación y ocasional pasajero del tren que le traía de su Cádiz natal. Ante los argumentos del prócer, conocedor del escritor, y su prosapia, el revisor permitió que subieran al herido y a su acompañante. Con su intervención, Moret no sólo permitió que Valle-Inclán salvase el pie tiroteado, sino también que escribiera durante su convalecencia Sonata de otoño. Del oro y la plata nadie se volvió a acordar.

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