Tribuna

Antonio porras nadales

Catedrático de Derecho Constitucional

La banalización de la democracia

Ya no entendemos una elección como el acontecimiento decisivo de la vida democrática, el momento clave en el que la voluntad popular se expresa a través del voto

La banalización de la democracia La banalización de la democracia

La banalización de la democracia / rosell

De ser una categoría mágica y trascendente, destinada a solventar de una vez por todas los seculares problemas históricos del constitucionalismo español, parece que en apenas unas décadas hemos avanzado de forma tan acelerada en una normalización de la noción de democracia, que estamos ya en el camino de su pura banalización.

Teóricamente sería una dinámica propia de las llamadas democracias "avanzadas" donde a lo largo del siglo XX no han tenido interrupciones históricas tan negativas como la española. El fenómeno se percibe, por ejemplo, en el famoso "día de reflexión" que sirve para asegurar la libertad y la propia reflexión de los votantes en la víspera electoral; o sea, para liberarnos del exceso de presión propagandística que hemos tenido que soportar durante la campaña y poder deliberar libremente y sin presiones. Hay algunos países, como hemos comprobado en Alemania, donde tal jornada de reflexión no existe: porque se entiende que el ciudadano actual está ya suficientemente habituado a digerir la presión de la publicidad en nuestros medios de comunicación o en las interminables cookies de nuestros móviles. Y si ya estamos habituados, ¿qué sentido tiene mantener la formalidad de la jornada de reflexión?

Pero aún más grave es el hecho de que consideremos a las propias elecciones como acontecimientos ordinarios e intrascendentes, que se pueden celebrar en cualquier momento o circunstancia. En realidad, ya sucedió en 2004, cuando el electorado se vio envuelto en una sospechosa dinámica de cambio impulsada por una cadena de atentados terroristas seguidos de movilizaciones "espontáneas" convocadas desde redes y circuitos mediáticos. Y ha vuelto a suceder durante el confinamiento de la pandemia, sin que hayamos prestado atención al dato de que las circunstancias excepcionales no son momentos aconsejables para celebrar elecciones.

En realidad, no se trata de una pura reflexión teórica, sino de una previsión que está ya explicitada en la propia Constitución: su famoso artículo 116 dedicado a los estados excepcionales contiene en su apartado quinto un mandato que nos ha pasado completamente desapercibido. Dice: "No podrá procederse a la disolución del Congreso mientras estén declarados algunos de los estados comprendidos en el presente artículo". Para el entendimiento común, debe recordarse que "disolución del Congreso" equivale a "convocatoria de elecciones"; o sea, la Constitución nos aconseja no convocar ni celebrar elecciones bajo una situación excepcional.

Sin embargo, parece que durante la pandemia no nos hemos acordado de semejante mandato; y así hemos tenido reiteradas convocatorias electorales en Galicia y País Vasco en julio de 2020, en Cataluña en febrero de 2021 y en Madrid en mayo de 2021. Mientras diversos presidentes al frente de algunos ejecutivos han estado desojando la margarita de la disolución anticipada y subsiguiente convocatoria de elecciones. Si las elecciones se han celebrado en semejante tipo de situaciones, entonces es que sin darnos cuenta hemos renunciado a atribuirle al momento electoral ese carácter tan trascendental y significativo que se deduce del texto constitucional, o que le concedíamos en el momento de la transición.

Al final, para algo tan vulgar como las elecciones da igual celebrarlas en cualquier momento o circunstancia: qué tontería, esto de las elecciones viene a ser como una bagatela intrascendente, un trámite rutinario ordinario o superfluo.

Ya no entendemos una elección como el acontecimiento decisivo de la vida democrática, el momento clave en el que la voluntad popular se expresa a través del voto para decidir sobre el futuro de la comunidad, cuando nos comportamos como auténticos ciudadanos titulares de esa volonté generale de que hablaba el legendario Rousseau.

Y lógicamente, si estamos ya banalizando la democracia al final acabaremos banalizando igualmente el resto de sus elementos: ¿Cumplir las leyes o las órdenes de las autoridades? Menuda broma, a quién le importa la convivencia ordenada y pacífica; ya podemos organizar botellones, destrozar plazas y jardines y atacar a las fuerzas del orden. Si hemos banalizado el momento mágico y excepcional de las elecciones, está clara cuál será nuestra opinión sobre el resto de los elementos que componen una democracia civilizada y pacífica. Del gamberrismo institucional con que nos han obsequiado numerosos gobernantes, rompiendo ante las cámaras resoluciones judiciales o haciendo caso omiso a las decisiones del Tribunal Constitucional, hemos pasado siguiendo un proceso previsible al puro gamberrismo ciudadano. Si hasta lo hemos comprobado en la Norteamérica de Trump, con las masas de gamberros ocupando el Capitolio, qué vamos a esperar ahora.

La banalización de la democracia

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