Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís Manuel Gregorio gonzález

Escritor

El chiringuitoLluvia de estrellas

En el remate, el chiringuitero profesional exige su chupito con esa gracia que solo él contempla, y luego organiza un brindis que decora con una de sus frases impostadasSe trata de un lento gotear del cosmos que ilumina nuestra oscuridad y enciende, por un momento, nuestra dicha

Si tuviéramos que establecer un día mundial o internacional, aunque solo fuese nacional o andaluz, del chiringuito, tendría lugar este próximo jueves, 15 de agosto, el festivo entre festivos, el padre, hijo y abuelo de todos los festivos. Eso es así. Y basta con acercarse a cualquiera de los que pueblan nuestro litoral, para comprobarlo. Prepare los codos, la cartera y la paciencia para celebrar la ocasión como se merece, que puede ser un ratito bueno entre todos los ratitos buenos del año, a pesar de las estrechuras. Y es que ese momento en el que te enfundas la camiseta o camisa (floreada, que jamás te atreverías a ponerte un lunes de noviembre), recorres la playa esquivando tumbonas, sombrillas, castillos de arena y cuerpos asalmonados hasta por fin llegar al chiringuito, donde con un gesto similar al de Magallanes en el preciso instante de partir desde Sanlúcar de Barrameda en dirección a las Islas de las Especias, examinas la concurrencia, en busca de ese amigo, cuñado o similar con el que tomarte una cervecita fresquita y lo encuentras, sí, al fondo, bien colocado, en su mesa alta, con su camisa floreada, también, él que es de castellanos marrones y pinzas de lunes a viernes, sientes en tu interior algo parecido a la victoria, a la burbujeante celebración de un gol en el minuto 93, ya sea con VAR o por la escuadra. Inigualable momento, raíz o premisa indispensable de lo que queda por delante, que en un día como éste, Día Mundial del Chiringuito, cuenta con una máxima que nunca falla: la improvisación, y sálvese quien pueda.

Al chiringuitero profesional, la RAE debe admitir esta palabra a la mayor brevedad, ni el laboratorio del FBI en su sede central de Baltimore podría encontrar un grano de arena o un resto de salitre en su cuerpo o ropa. El profesional no pisa la playa, aunque le guste verla desde la distancia, acodado en la barra. Conoce al dueño/encargado del establecimiento de quince veranos seguidos o tiene la habilidad de parecer que lo conoce de todo ese tiempo (aunque lo acabe de conocer). Para eso, nada mejor que la táctica de la vitrina del pescado, asomarte con poderío, como si tuvieras la intención de encargar ese pargo de doce kilos que arrincona a los lenguados, y decirle al dueño/encargado: buen género, a cómo sale eso, y a continuación mueve la cabeza con gesto de conformidad, sin confirmar o negar la posible adquisición. Y cuando está en su mesa alta, o planchando barra de aluminio, el chiringuitero profesional formula la gran pregunta al camarero que lo atiende: ¿cuál está más fría, botella o tirador? Las dos igual. Ponme una que me duela la garganta. Y así, sin quererlo, en una buena jornada chiringuitera no hay nada previsto, van llegando amigos, amigas, cuñados, suegros, la abuela con la silla plegable y una legión de niños pidiendo un refresquito. Si os lo tomáis ahora, en la comida toca agua, amenaza uno de los chiringuiteros, aunque ellos ya lleven seis consumiciones, como poco. Entre estas disputas, grandes decisiones: ¿aceitunas o altramuces?, los fichajes del verano, varias rondas, inciertos viajes planeados y recuerdos recuperados, con las bocas calentitas ya, el encargado/dueño del establecimiento te avisa que ya tienes la mesa lista. Pongamos que hablamos de las cuatro y media de la tarde, en el mejor de los casos.

Dieciocho, sin contar a Juanito, que tiene tres años y duerme en el carrito. Fuera de carta, nada, que nos la clavan, dice alguien, pues yo le metía a un rodaballo, eso no merece la pena para los que estamos, reniega otro, tres de ensaladilla, dos de tomates aliñados, unas sardinas y lomitos para los niños, yo no me voy a comer un lomito, protesta Carmen, con la vista puesta en las gambas que porta un camarero. Arroz para cuatro nada más, que luego se queda, avisa la abuela. En el remate, el chiringuitero profesional exige su chupito con esa gracia que solo él contempla y que más de uno califica como chulería, y luego organiza un brindis que decora con una de sus frases impostadas. Mientras, los más pequeños no cesan de abrir la puerta del congelador, a la caza de un helado. Guiña el ojo y hace como que firma sobre un papel invisible, el chiringuitero más curtido pide la cuenta. Miradas de asombro, alguna de rencor, ya te lo dije, pagamos por familia, claro, y yo que no traigo niños pago lo mismo, alguien murmura. Pues yo lo veo hasta barato, que si quitamos los helados, las tartas, los cafés, los batidos, las patatas fritas y los refrescos no es tanto, explica con ese desparpajo suyo el chiringuitero de mayor edad. Y hasta la siguiente. Feliz Día Mundial del Chiringuito.

Vuelven por estos días las Perseidas, las Lágrimas de San Lorenzo, la fastuosa y melancólica lluvia de estrellas, que caen sobre nosotros mediado ya el agosto, y que deben su nombre, Perseidas, a que parecen emanar de la constelación de Perseo, donde las Pléyades, las Cabrillas otoñales, centellean vagamente sin que el observador sepa concretar, mirando de soslayo, su número y su contorno. En realidad, como ya sabrá el lector, las Perseidas son el rastro polvoriento de un cometa, el Swift-Tuttle, cuya órbita cruzamos por estas fechas, y cuyo resultado, tan esperado, son estos fuegos celestes que nos recuerdan, a partes iguales, la consunción de nuestros días y la maravilla del mundo.

Otro día, si les parece, hablaremos de la eficacia insomne de los japoneses como buscadores y descubridores de cometas. Todavía en el año 10 del siglo pasado, cuando nos visitó el Halley, algún parisino asustadizo se arrojó al vacío tras conocer que en la composición de su cola se había encontrado cianuro, pero en cantidades tan insignificantes, ay, que resultaron inocuas. Luego, en el 86, el Halley no pasó de ser una breve bola de algodón, perdida en la noche inverniza... El hecho, en cualquier caso, es que los meteoros siguen sobrecogiendo al hombre del siglo XXI, como aquella estrella candente y enigmática que había guiado a los Magos del Oriente por sobre el desierto, y que Giotto, catorce siglos después, pintará al fresco en Padua con la suntuosa veracidad de un cometa.

De mi lejana infancia recuerdo ahora las noches en que esperé la lluvia de estrellas, las fieles Perseidas, anotando su trayectoria en un mapa celeste. Las más inusuales eran las de color verde, mientras que las más honestas y atropelladas eran de un vivo color rojizo. Por el efecto Doppler sabemos dos cosas de considerable importancia, no exentas de una solemne poética. Sabemos que el universo se expande porque la luz, en su incesante viajar, tiende hacia el rojo. Y sabemos, por eso mismo, que la luz se fatiga, y que al alejarse de nosotros se apaga lenta y pudorosamente, como un animal herido.

Las lágrimas de San Lorenzo serían, pues, las lágrimas que lloró el cielo, o el propio mártir de la cristiandad, una vez que ascendió junto a su dios, después de haber sufrido en la parrilla. De aquel terrible e inhumano fuego queda, no obstante, este ascua fenomenal que nos visita cada año. Se trata de un lento gotear del cosmos que ilumina nuestra oscuridad y enciende, por un momento, nuestra dicha.

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