Tribuna

Fernando Castillo

Escritor

Dos fumadoras

Conchita Montes era lo más parecido a un 'cocktail' europeo: una buena dosis de distinción británica, bastante encanto francés y unas gotas de gracia madrileña

Dos fumadoras Dos fumadoras

Dos fumadoras

Aunque pueda parecer mentira, la juventud y la belleza, eso que Jaime Gil de Biedma decía que era un fracaso, a veces pueden resistir el paso del tiempo. Es lo que sucede con Conchita Montes, es decir, María de la Concepción Carro Alcaraz hasta 1940, en que debuta como actriz de la mano de Edgar Neville, el director de cine, escritor y diplomático, integrante de la llamada Otra Generación del 27, de quien fue eterna pareja y musa, aunque no estoy seguro que le gustase el término. Desde su encuentro cuando era estudiante de Derecho, según unos en Nueva York y según otros en la muy madrileña calle del Arenal, Conchita, que ya reunía los tres adjetivos que le iban a acompañar toda su vida -distinguida, culta y guapa-, se convirtió en pareja reconocida, más allá de todas las normas, del divertido e ingenioso cineasta y escritor. De la mano de Neville, amigo de todos los del 27, los oficiales y los oficiosos, Conchita Montes conocerá a muchos de aquellos que dieron un tono plateado a la vida cultural española. Frecuentaban tertulias como las de Bakanik y Chiki Kutz, sucursal madrileña del cervecero donostiarra, y banquetes de todo tipo, e incluso hizo al alimón con su Edgar la crítica cinematográfica de algún periódico, como revela en su obra Juan Antonio Ríos Carratalá, un nevilliano de pro. Luego llegó una guerra complicada en la que, tras huir de un Madrid "en el que todos se odiaban", pasó unos meses en la cárcel y escribió un libro de circunstancias, Paco y la duquesas (1939), del que nunca habló. Después se convirtió en lo que fue: en la actriz de referencia de ese Lubitsch castizo que fue Edgar Neville, haciendo siempre de ella misma.

Hay que decir que Conchita Montes, que siempre se declaró republicana para escándalo de bien pensantes del franquismo que no concebían ese desparpajo, no se doblegó ni ante la vulgaridad ignorante y ni ante los prejuicios sociales más rancios. La Montes era en sí misma la versión en negativo de lo que eran la mayor parte de las mujeres españolas de la época, pero sin el respaldo que daba ser la amante de un ministro y sin las ventajas de haber nacido aristócrata. Era lo más parecido a un cocktail europeo: una buena dosis de distinción británica, bastante encanto francés y unas gotas de gracia madrileña, con un punto de frivolidad algo alocada que era el toque personal. Además, era leída, muy leída incluso, licenciada en Derecho, políglota, aunque este término ya no se use, y traductora. Alguien así, que para más provocación era guapa y delgada, y además fumaba y bebía cocktails con naturalidad, necesariamente tenía que producir algún sarpullido. Nada de eso le importó nunca. Al contrario, ella, que fue algo gatopardesca, hizo bandera de impasible para rizar su distinción en la mejor línea lampedusiana.

Nada mejor para entender la personalidad de Conchita Montes en la sociedad de posguerra que la memorable secuencia de La vida en un hilo en la que la artista, con esa personalísima y encantadora dicción que algún insensible a sus encantos se ha atrevido a criticar, responde a las maledicencias que dedicaban un grupo de rancias damas de la sociedad a una amiga suya que actuaba en un circo haciendo malabarismos sobre un caballo, supuestamente desnuda. Conchita, con elegantísima nonchalance, comenta el chismorreo como si no fuera con ella: "No, no. El que iba sin ropa era el caballo. Ella iba vestida de écuyer". Neville puro, sí, pero también Conchita Montes en pleno ejercicio de su personalidad.

Conchita Montes además fue un personaje de mi infancia, pues alguna vez la veía de niño hablando con mi madre junto a la cafetería que ambas frecuentaban en la Plaza de Manuel de Falla, donde vivían Edgar Neville y ella, aunque en pisos diferentes. La recuerdo sonriendo y hablando animadamente en una mañana luminosa quizás de primavera tardía; las dos con el bolso en el brazo, guantes y un cigarrillo en la mano. Un recuerdo fugaz de un día soleado y cálido, mientras jugaba en el pequeño jardín que hay en esa placita escondida en el Madrid yé-yé de los sesenta. Fue suficiente para darme cuenta de que su forma de hablar y de fumar resultaban irresistibles, aunque Edgar Neville ya volase en pos de una malagueña a la que casi triplicaba en edad, con el resultado que cabe esperar de estas iniciativas. Desde entonces, Conchita se dedicó a lo mismo que su personaje de El baile: a envejecer, pero sin dejar de ser ella, aunque ya se hubiera ido parte de la belleza morena que encandiló a un Edgar Neville que venía de ver a las artistas de Hollywood en vivo y en directo. Conchita Montes conservó el resto hasta que el 18 de octubre de 1994, al poco de cumplir los ochenta, una edad muy propia de una dama de la escena, murió en su casa madrileña de los últimos tiempos, casi treinta después de que lo hiciera Neville. No hace falta decir que cerraba una época.

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